La mirilla

La sesión de ayer la dedicamos a la mirada que descubre, una mirada que sobrevuela las palabras, que se anticipa al discurso, que tantea con los ojos y el oído pero también con la imaginación.
Jugamos a observar por la mirilla de la puerta; con la luz del rellano encendida pero también con la luz apagada. Dice Ida Vitale: Yo soy bajo otro cielo. / Éste lo miro / como desde una mirilla subrepticia. Y eso es lo que hicimos, mirar el mundo tendido antes nuestros ojos.



Leímos el texto que obtuvo el 5º Premio en el IV Concurso de Microrrelatos "Leyendo a la Luz de la Luna" organizado por ZOES Asociación Barrio Oeste. El texto es de Nuria Martín González y se titula "La mirilla":

Existe una mirilla a un mundo escondido. Existe una mirilla orientada a un bosque perdido. Existe una mirilla que desvela un paraíso que habitan duendes en los árboles vacíos. Existe una mirilla que ilumina un rincón de entramados retorcidos. Existe una mirilla redonda como el Sol que se cree una ventana a senderos de esplendor. Existe una mirilla que la historia que cuenta se va por las ramas de un tono bicolor. Existe una mirilla que encierra en sus entrañas longitudes sin control. Existe una mirilla que muestra unas venas con alcohol. Existe una mirilla por la que miras tú.

Pero centramos nuestra atención en un relato de Carlos Frontera, publicado en su libro Andar sin ruido. Su título es "Charquitos de lluvia" y se lo dedica a "la Rubia, que mantuvo lobos a raya":

Está ese hombre que acecha por la mirilla. Pero no lo hace del modo en que lo haría cualquiera, no; él mira desde fuera hacia adentro. Erguido frente a la puerta, anuda las manos en la espalda y adelanta la cabeza. Luego pega un ojo, el izquierdo, y cierra el otro, el derecho, y así permanece largo rato. Los vecinos que invaden el portal lo miran consternados. Unos se acercan y le acarician el lomo, otros le lustran los zapatos, los más afectados le estiran los faldones de la camisa. Algunos incluso regresan al cabo con una olla de lentejas y la dejan a sus pies. A todo esto, el hombre permanece inmóvil. De vez en cuando, la pupila de su único ojo abierto, el izquierdo, se dilata como un fogonazo, y por un momento pareciera que hubiera visto algo, acaso una silueta atisbada al trasluz, pero enseguida recobra su tamaño anterior. Esto los días pares.
Los días impares está ese hombre que se aparta de la mirilla y desata las manos para posarlas sobre la puerta, a la altura de los hombros. Gira entonces la cara y aplica una oreja, la derecha, contra la madera veteada, y así permanece mucho tiempo. Los vecinos que llegan al portal lo miran afligidos. Unos se arriman y le atusan el pelo, otros alinean el felpudo contra la puerta, los más desolados le cosen el dobladillo del pantalón. Algunos incluso vuelven al cabo y aproximan sus labios a la oreja desocupada, la izquierda, y adaptan a Pavese en un susurro: “Vendrá el futuro y tendrá sus ojos”, le dicen con un hilo de voz; a lo que el hombre responde en un tono también inaudible: “Pero no los míos”; y retoma su silencio como si tal cosa.
Luego está Concepción, la vecina de enfrente a la que se le murió el marido por una tontería y que, ya puede ser día par o impar, siempre pasa de largo. Por su indiferencia, se diría que le importa bien poco lo que le ocurra a ese hombre, que le trae al fresco la devastación que le ha dejado en semejante estado. Pero nada de eso, a fe que no.
Durante el día, le observa a través de su mirilla sin atreverse a salir, un temblor de llanto en la mirada. Al caer la noche la actividad es otra. Mientras los demás duermen, está ese hombre que se deja caer al ralentí, la espalda resbalando sobre la puerta y las rodillas apretadas contra el pecho, y se hace un bola de gelatina.
Aprovechando que no hay vecinos, Concepción sale al rellano de puntillas, se agacha a su lado, le espuma la cara y le afeita con toda la ternura que cabe en una cuchilla. Trae además un arpón, con la esperanza de que por fin llueva y puedan salir juntos a hacer pesca submarina en los charquitos que deja la lluvia. “¿Ves, amor?”, le diría buceando lo profundo, “estas criaturas no son tan distintas a nosotros”.
También cuida de que los lobos no le orinen encima. De noche, los rellanos están abarrotados de lobos y Concepción las pasa canutas espantándolos. Los lobos permanecen al acecho mientras haya oscuro –ese es su reino-, en espera de la ocasión idónea para vaciar sus vejigas, y solo se retiran al amanecer, cuando los semáforos recuperan su policromía y los primeros rayos de sol le hacen cosquillas a esta cara del planeta. Concepción, que muere de ganas por hacer submarinismo con ese hombre en los charquitos que deja la lluvia y trata de reunir el valor necesario para decírselo llegado el caso, le vela hasta que los lobos retornan a su guaridas y solo entonces regresa a casa, se cepilla los dientes y se asegura de que la falda no le quede por encima de las rodillas.
Cuando los vecinos despiertan, encuentran a ese hombre de pie frente a la puerta, vigilando por la mirilla si es día par, con la oreja sobre la madera si día impar, y le dejan una olla de lentejas o le cosen el bajo de los pantalones antes de irse al trabajo. Todos permanecen atentos a la salida de Concepción y chasquean la lengua cuando la ven pasar de largo sin tan siguiera mirarlo. A los vecinos esta falta de solidaridad les resulta ofensiva y murmuran entre ellos que este asunto bien merece un punto en el orden del día en la siguiente junta de vecinos.
Porque una vez al mes los vecinos organizan una reunión de comunidad, redactan una convocatoria sin salirse de las rayas y la cuelgan en el tablón de anuncios, junto al horario de la piscina y la tabla periódica. Los vecinos se congregan en torno a los restos de una hoguera, se colocan linternas encendidas bajo el mentón y hablan de los humanos y de lo divino, disfrutan de los lindo poniéndose al tanto bajo esa luz tenebrosa y lanzan ideas para hacer de la convivencia algo habitable. Los hay que proponen una derrama para cambiar de nombre al ascensor –les parece una enorme falta de respeto llamar ascensor a algo que lo mismo sube que baja-, los hay que están hasta las narices de tanto Pavese y platean citar a César Vallejo en sus encuentros ocasionales, los hay que quieren someter a votación el repertorio de canciones para la ducha.
Las reuniones, todo hay que decirlo, son un pifostio de mucho cuidado. Tampoco es de extrañar, hay más opiniones que vecinos y así no hay quien se entienda. Lo habitual es que se salga de las reuniones con más hambre que al llegar, estrenando alguna cana y sin haber modificado ninguna norma de convivencia. Total, si exceptuando lo del marido de Concepción, que se murió por un quítame allá esa pajas, no ha pasado nada que invite a echarse las manos a la cabeza.
Así que de allí se sale sin amonestar a Concepción por su actitud, sin arreglar los socavones de la rampa del garaje y sin contratar a un cazador de lobos.
Y todos tan contentos.
Todos menos Concepción, que tiene un agujero en el pecho que cada noche se le hace más grande al observar a ese hombre atrapado en un mar de orines y hecho un ovillo de gelatina. Y esta noche, a tenor, de lo acordado en la junta de vecinos, no va a ser menos. Concepción, que sueña con regar las flores de los arriates coralinos con ese hombre, espera pacientemente hasta verlo desplomarse contra la puerta y corre a su lado, con una mano le sujeta la cara mientras con la otra le afeita, el bigote primero, los perfiles después, la barbilla y el cuello para finalizar, le afeita con la misma delicadeza con que un arqueólogo limpia con una brocha una reliquia recién desenterrada.
Los lobos se inquietan en el hueco de la escalera, se persiguen sus colas en círculos. Concepción los observa de reojo sin distraer su labor. Fuera está empezando a llover.


Continuamos nuestro recorrido textual con un poema de María Eloy-García titulado "El bien inmueble":

la nostalgia vive en el sexto piso
tira un papel por la ventana
y por un segundo
se confunde con el vuelo migratorio
de un pájaro que quiere aparearse
la mierda que lanza desde su arriba
cae sobre la raya en medio
de un preso en libertad condicional
que no recuerda cómo se iba a su casa
aquí el niño que lo ve todo
crea en ese momento en la parte izquierda del cerebro
un comienzo de neura
que asociará a la placidez veinte años más tarde
la bondad vive en el tercero
tiene una casa confortable pero incómoda
el odio tiene siempre un perro en la puerta del cuarto
pero la decoración de su casa es impecable
la timidez que vive en el quinto
ve por la mirilla de su puerta blindada
la cabeza distorsionada de un gordo que es el mundo
en el noveno vive la veneración
la soltera que comparte piso con la envidia
el del octavo que es el tiempo
se quedó justamente encerrado en el ascensor
aquel día que viniste a mi casa
y yo soy ese edificio
pero nunca subo al décimo
la casa de la perfección que es una déspota
suelo sin embargo quedarme en el primero
del que nunca sé salir
allí vive el hastío que nunca pagó la comunidad
la memoria
que vive en el segundo
tiene el síndrome de diógenes
todo lo que sube a su casa
es digno de ser guardado
cualquier tontería tiene la dignidad de un tesoro
pero nunca recuerda al que se olvidó de ella
ese día subiré al séptimo
porque es justo allí donde habita el olvido


Y concluimos con un cuento tradicional suizo titulado "La mirilla":

No hay en el mundo nada tan hermoso como una mirilla. Pero tiene que ser una verdadera mirilla, una mirilla auténtica, tal como la que tenía Juanito en el monte.
Era éste un pobre chiquillo que hacía ya de pastor. Caminaba descalzo y con los pantalones desgarrados. Tosía con frecuencia, y su rostro era pálido y delgado. En invierno sufría hambre con su madre en el albergue de los pobres. El verano lo pasaba en el monte.
Las gentes de la aldea lo miraban compasivas, y algunas decían que no estaba del todo bien de la cabeza. Pero esto no era más que la opinión de algunos. Si las vacas hubieran podido hablar, ellas habrían dicho algo bien distinto. Juanito veía y oía incluso más que la demás gente. Pero de ello no hablaba con las personas inteligentes, sino tan solo alguna vez con su madre enferma. A las vacas les hablaba también muchas veces en el monte. Cuando las vacas pacían tranquilas y calladas, masticando las hierbas del monte entre la recia dentadura, lo escuchaban a él apaciblemente. Muchos maestros sentirían una gran alegría de poder tener alumnos que estuvieran tan atentos como ellas.
Juanito dormía por las noches en una cabaña del monte. Bajo el tejado, muy cerca de la pared de tablas, tenía él su montón de heno. Esta cama no la hubiera cambiado él por ningún lecho con dosel de un rey.
Algunas veces, sin embargo, hacía mucho frío allá arriba, y entonces se pasaba Juanito tosiendo todo el día siguiente.
-¡Baja con nosotros! Nuestro albergue es más cálido -le decía entonces el buen vaquero.
Pero esto no podía hacerlo Juanito, pues en la pared de tablas había una pequeña mirilla redonda. Y no quería abandonarla.
Por la mañana, en cuanto abría los ojos, estaba ya ante él la escala celestial. Ésta conducía desde su lecho, oblicuamente, hacia las alturas. Por allí subían y bajaban las pequeñas criaturas del Sol. Llevaban brillantes coronas sobre sus cabecitas y lo saludaban dándole los buenos días. Él era el rey del Sol y saludaba a todos bondadoso. Luego se levantaba y salía fuera de la cabaña para saludar a su reina. Ésta esperaba ya sobre el monte, revestida, por amor a él, del valioso manto de púrpura. Sus servidores habían esparcido diamantes sobre la alfombra de flores a sus pies.
Ahora podía caminar Juanito por ella, lenta y dignamente, tal como corresponde a un rey.
También por la noche era muy hermosa su mirilla. Entonces miraban por ella las estrellas, y preguntaban suavemente si podían venir a visitarlo. Pero casi siempre estaba Juanito demasiado cansado y prefería dormir.
Pero un día no pudo seguir durmiendo el muchacho. La molesta tos lo afligía más que de ordinario, y la cabeza le dolía y ardía como si la tuviese metida en un horno; además, sobre el pecho parecía tener algo oscuro que lo pinchaba y oprimía.
-¡Socorro! -jadeó el pobre muchacho.
Entonces apareció una estrella por la mirilla.
-¿He de venir? -preguntó.
Juanito asintió y al punto se dejó caer la estrella desde la altura del cielo. Juanito lo vio con sus propios ojos. Entonces tuvo que levantarse y salir a recibir delante de la puerta al celestial huésped.
Descendió la escalera tanteando en las tinieblas, hasta que se encontró fuera. Delante de la cabaña, en pleno monte, aguardaba un jovencito de plateadas vestiduras.
-¡Ven! -dijo el mensajero, y lo cogió de la mano.
Juntos oscilaron por los espacios sobre la celestial vía láctea, hacia el gran jardín de las estrellas que se halla en lo alto.
Juanito echó una rápida mirada sobre sí mismo. Sí, sí, llevaba puesta su túnica real de rey del Sol. Podía presentarse, pues, ante cualquiera. Todas las estrellas se inclinaban, cuando pasaba delante de ellas. Eran muchos miles, y todas a cuál más hermosa. Finalmente llegaron al dorado portal del cielo.
-¡Pedro, abre! ¡Viene a visitarnos el rey del Sol, Juanito!
Entonces se abrieron ampliamente los portales, y salió a recibirles el rey de los Cielos en persona.
-¿Por qué me conceden este gran honor? -preguntó Juanito humildemente.
-Porque has tejido tu gris vestido terrenal con el oro del Sol. Tú estabas ya allá abajo como en el cielo. Por ello estás aquí como en tu casa. Si te agrada, puedes quedarte para siempre entre nosotros.
-Gracias -dijo Juanito-. Pero antes tengo que despedirme de mi madre.
-¿Por qué quieres despedirte de ella? -le preguntó dulcemente el rey de los Cielos-. ¡Tráela contigo aquí arriba! La madre del rey del Sol debe estar también entre los invitados.
Entonces se alegró enormemente Juanito, porque iba a dar una alegría a su madre. Presuroso, hizo seña a su acompañante, y juntos se deslizaron de nuevo hacia la Tierra.
Allí abajo reinaba gran excitación. El vaquero de los Alpes corría desde el monte hasta el hogar de los pobres, en la aldea. Iba a decir a la madre de Juanito que tenía que subir al momento. Su hijito se había tendido por la mañana con alta fiebre delante de la cabaña y estaba en trance de muerte. Pero la madre de Juanito tosía también muy fuerte y no podía levantarse del lecho.
Juanito lo sabía. Se deslizó con su acompañante a través de la ventana abierta y llegó hasta el lecho de su madre, en la casa de los pobres.
-Reina madre -dijo-. ¡Levántate y ponte tu más bello vestido! ¡Ponte también la corona! Estás invitada allí arriba como huésped.
Entonces resplandecieron los ojos de la madre como el Sol, y siguió a su hijo, y fue recibida allí arriba, como él, con brillantes honores.
De la casa, empero, de los pobres, sacaron a la mañana siguiente dos ataúdes negros, y las gentes de la aldea colocaron flores sobre ellos, piadosamente.


Propuesta de escritura

Asómate a la mirilla y cuenta lo que ves y lo que no ves. Procura usar la descripción.
Pero si quieres que tu discurso sea más surreal emplea la enumeración caótica.


Y estos son algunos de los textos recibidos hasta ahora:


La mirilla

Hace unos cuantos años, actuaba un grupo argentino, en la Plaza de los Bandos de Salamanca y se me quedó grabada una frase de una canción: “ Cuando tu miras lo que yo miro, miramos lo mismo, pero vemos distinto “.
Ayer mismo, le digo a mi mujer, están llamando a la puerta cada dos por tres, pego el ojo a la mirilla, y veo cosas raras, acaba de pasar un león, al poco rato una princesa, luego un cocodrilo, después una rana, y para cerciorarme me asomo a la ventana y no son alucinaciones.
Ella sin despeinarse, me dice: " No te enteras , no ves que son carnavales ".

Luis Iglesias
Grupo B


Ruido en el descansillo

Sonó el timbre de la puerta. Con sigilo me acerqué al visor de la mirilla y ¡oh sorpresa!: Jadeando, con la lengua fuera, un cordero verde con patas de elefante estaba en el descansillo. Fui a abrir la puerta, para auxiliarle, en el momento en que se apagó la luz del exterior y seguí mirando por la mirilla. Descubrí en la sombra que detrás del cordero estaba un lobo barrigudo también abatido por la fatiga.
- No pienses mal – me dijo mirándome con ojos centelleantes. No creas que vengo persiguiendo al cordero, sino que vengo a protegerme de las amenazas de muerte que me han proferido con su croar un enjambre de ranas de aquella laguna que puedes ver allí al fondo.
Efectivamente en la lontananza del pasillo se veía con toda nitidez un charco de agua.
Me quedé estupefacto ante aquel espectáculo. Y así hubiese continuado durante tiempo indefinido de no ser por los golpes que en ese momento comenzaron a darme en la espalda. Giré la cabeza y vi un oso hormiguero más rojo que las amapolas que me devoraba con la mirada.

Ramón Sánchez Rodríguez 
Grupo B


Tras la mirada por la mirilla

Pasillo breve pero con un mundo dentro, se extiende, se amplia como un pequeño universo. Crece trigo ya amarillo, que pronto se vuelve sangre. Sobre las baldosas se abren grietas, raíces brutales brotan hasta hacer desaparecer la dureza del suelo que se resistía, cemento humano. Se rasga la pared y con ella la mirilla. Retrocede el edificio y cae. Alguien ha muerto pero no se sabe.

Vuelven nubes verdes que todo lo purifican, huele a menta, la extensa sangre se hace tierra limpia y hermosa. Cantan pájaros que traen olores de incienso y yerba. A lo lejos brilla un sol de justicia esta vez. El dios de los cementos ha sido vencido porque no permitía ver el mar por donde vienen remando nuevas criaturas que saben dominar vientos y cielos de otro mundo.

Emilia González
Grupo B


“Mirada interior”

Por la mirilla se ve una página en blanco, y el escritor da un respingo, horrorizado. Después de una profunda reflexión, atravesada por miles de imágenes de las que no ha podido retener ninguna, toma una decisión fulminante, pero sigue inmóvil en su ceguera deslumbrada.
El silencio es nítido, como capturado en el tiempo, pero es imposible saber si pertenece a ese género que provoca una música detenida, o a aquél otro que surge antes de que empiece a sonar. Son sinfonías diferentes.
El escritor vuelve a la mirilla para concentrarse en lo que oye, una especie de sonido de la nada, extraño como una imagen vacía.
Al esforzarse por enfocar mejor ve su propia figura del otro lado de la puerta, con el ojo pegado a la mirilla, observándole. Echa la cabeza hacia atrás, bruscamente, y el fantasma de sí mismo se pierde en un agujero temporal. De repente vuelve a oír el tic-tac del reloj de la cocina, y tiene la sensación de retornar a su propia irrealidad. Reconoce los malos augurios.
En su mano sujeta la página que acaba de escribir. Siente un beso en su oreja, y la caricia de una lengua que susurra. Siempre se despide así, su Musa favorita. Qué raro, no la había sentido entrar. Será que ha llegado en la hora de la siesta, o quizá estaba trabajando muy concentrado y no echó cuenta de ella.
A través de la mirilla ve cómo la ninfa le guiña un ojo, antes de entrar en el ascensor. Se ilumina el número del ático, donde vive el poeta. El escritor ya sabe que no la tiene en exclusiva, y nunca ha sido celoso, pero le incomoda un poco pensar qué pueda hacer su vecino con las palabras de ella, con sus propias palabras. ¿Le escribirá también poemas como besos?.
Una hoja pasa por debajo de la puerta. Inútil mirar hacia el otro lado, el secreto de los vecinos se oculta a las mirillas ajenas. Además, ya sabe la respuesta, esa luz negra que va penetrando lentamente a través del cristal, cegando para siempre su mirada interior.

Ignacio Aparicio
Grupo B


Clotilde

-¡Que sí mujer, que ya te lo dije anteayer al salir de misa! –Clotilde juega con el cable mientras habla por su viejo teléfono- El nuevo vecino es un chico joven, algo desarrapado, de esos que llevan los vaqueros rotos. He cruzado con él solo unas pocas palabras. ¡Si sale y entra siempre a deshoras!

Nunca llega antes de las doce y claro, como da un portazo, a mí me sobresalta y doy un brinco en el sillón. Y pasa tan rápido delante de mi puerta que casi no me da tiempo a observarlo por la mirilla. Además, parece andar ocultándose porque se sube las solapas del abrigo y se cala bien el sombrero para que no le veamos la cara. Algo raro se trae entre manos porque, ayer mismo, pasó mirando a todos lados como si temiera que lo estuvieran vigilando. No sé, no sé, ya te iré contando, Rosaura. Ahora te tengo que dejar. Me he entretenido mucho y tengo la comida en el fuego. Adiós, adiós, -hace una pausa y acaba-. Sí, a las cinco como todas las tardes. Hasta luego.

-¡Ay, Rosaura! No sé que hacer. Ayer el nuevo vecino bajó las escaleras arrastrando un bulto enorme. En cada escalón se oía un golpe tremendo. Yo no me atreví a abrir la puerta mientras él lo empujaba por el portal y lo sacaba a la calle. Seguro que son imaginaciones mías, qué quieres que te diga, pero yo pensé que se trataba de un cadáver. –Escucha lo que le dicen desde el otro lado de la línea-. Por supuesto que pensé en llamar pero seguro que no me hubieran tomado en serio.

Y lo peor es que, al rato volvió y tenía algo en la mano. Yo pienso que era un cuchillo, aunque no podría asegurarlo. Estoy asustadísima –nueva pausa para escuchar a su interlocutora-. No, tú no te acerques por aquí y, no te preocupes, tengo la casa cerrada a cal y canto y no pienso salir por nada del mundo. –Se oye un timbrazo y Clotilde se alarma-. Ha sonado el timbre –susurra al teléfono-. Voy a ver quién es. No te preocupes que no haré ningún ruido. No cuelgues que vuelvo enseguida. -Se marcha con el mayor sigilo y, al poco, vuelve demudada-. ¡Es él! Está en la puerta –musita aterrorizada al auricular-. ¡Dios mío! ¿Qué querrá de mí? Y tiene algo en las manos… -calla de nuevo, atendiendo a su amiga-. Sí, por favor, llama tú ahora mismo a la Policía. ¡Que vengan volando! ¡Ese hombre quiere matarme! –Cuelga el teléfono y se aleja hacia la cocina murmurando–. Gracias a Dios que tengo todos los cerrojos echados. Por todos los santos, Rosaura, diles que se apresuren …

Jorge

-¿Qué tal en tu nuevo piso, Jorge? –pregunta Pablo-. Tendrás que organizar alguna cenita para inaugurarlo, ¿no?

-Muy bien –contesta Jorge- a pesar de que ayer tuve un lío cojonudo. Y todo por hacerle caso al gilipollas de Andrés. No te rías encima, capullo, que en menudo marrón me metí por tu culpa -y señala al más sonriente de sus amigos.

-Cuenta, cuenta –le urge Miguel.

-Cuando Andrés me ayudó con el traslado vimos que en el bajo del edificio, vive una señora muy mayor. Tiene pinta de chiflada y apenas me habla cuando nos cruzamos. Además, es una auténtica cotilla. Como su mirilla queda frente al vestíbulo del edificio se pasó todo el día viéndonos subir y bajar cajas.

Y este imbécil –dice apuntando hacia Andrés- siempre que pasaba delante de su puerta le hacía alguna tontería. Le sacaba la lengua, le tapaba la mirilla o algo por el estilo. Aunque peor fue la idea que se le ocurrió cuando acabamos de colocar todo. Estábamos tomando unas cervezas cuando me sugirió:

“-¿Y si le damos un susto a la vieja? Venga, vamos a montarle una película de miedo. Ya verás como se le pasan las ganas de husmear”.

Lo malo es que cuando me lo contó a mí me pareció que la idea tenía su gracia. Así que, siguiendo las ocurrencias de Andrés, en los días sucesivos, cada vez que pasaba delante de la puerta de la vecina y oía deslizarse la mirilla, adoptaba el papel de un delincuente peligroso. Primero salía ocultándome, como si tuviera miedo, luego subía sigilosamente como si temiera un ataque. Otro día bajé arrastrando un bulto por la escalera y, finalmente, entré en el portal con un enorme cuchillo.

Andrés vino ayer a casa y le conté lo que había estado haciendo. No paraba de reírse pensando en lo aterrorizada que estaría la anciana. Pero a mí, en ese momento, la vieja comenzó a darme pena y cuando éste se marchó decidí bajar a saludarla y a presentarme. Me arreglé un poco y pensé en regalarle mi mejor maceta. Unas petunias que habían soportado bastante bien el cambio de casa.

Llamé a la puerta y, a pesar de que se oía algún trajín dentro de la casa, nadie me abrió. Ni siquiera me hablaron. Esperé un rato y, pensando que quizás la señora fuera un poco sorda, insistí con unos vigorosos timbrazos. Seguía esperando cuando, de repente, se abrió la puerta de la calle y unos policías entraron apresuradamente. Iba a dejarlos pasar cuando, sin previo aviso, se abalanzaron sobre mí y me inmovilizaron en el suelo. Con el empujón se me deslizó la maceta de las manos y fue a aterrizar sobre el pie de uno de mis agresores. Dio un sonoro chillido y soltó un juramento aún más estruendoso.

En fin, ahora ya sabéis porqué ayer no respondí ninguno de vuestros mensajes. Me pasé la tarde en comisaría dando explicaciones a un policía con un pie vendado y una cara de muy mala hostia. Y tengo que agradecerle que, después de todo, me dejara marchar sin ponerme una denuncia.

Pepe Lorenzo
Grupo B


El día que perdí la inocencia

Estando el otro día en mi casa, de repente, escuché ruidos en la escalera; me acerqué a la entrada, apagué la luz y abrí la mirilla. Vi a mi vecina de enfrente con su hija pequeña que venían de donde fuera; entraron en su casa y se apagó la luz del descansillo.
De pronto, en medio de aquella oscuridad, empecé a menguar de tamaño, el tiempo fue hacia atrás a una velocidad de vértigo, y en segundos me vi con cuatro años y ya no llegaba a la mirilla. Llamaron a la puerta y mi padre que estaba a mi lado miró y abrió.
Apareció un vecino con un pequeño recipiente de cristal vacío en la mano, y le pidió a mi padre un poco de gasolina.
Por aquel entonces, años cincuenta, era frecuente que algún vecino llamara para pedir un poco de sal, de azúcar, de petróleo para el infiernillo, o como en este caso de gasolina para el mechero.
Mi padre le dijo que no teníamos. Yo, inocente de mí, que estaba cerca escuchando la conversación, le dije que sí, que si teníamos, que yo había visto la botella, y que incluso sabia donde estaba en este momento. Que contento estaba yo de haber podido ayudar. Fuimos a buscar la botella y mi padre le llenó al vecino el pequeño recipiente del preciado líquido.
Al marcharse el vecino, yo esperaba muestras de agradecimiento, pero no fue así. Por lo visto teníamos poca gasolina y mi padre no quería desprenderse de ella. Al final me reprendió diciéndome que si él decía que no había (lo que fuese), aunque lo hubiera, para todos los efectos era que no había.
Entonces me di cuenta que la verdad sólo hay que decirla en algunas ocasiones. Lo difícil es saber cuando.

José Luis Juan Fonseca
Grupo A


Pared con pared

Yo soy lo que toda la vida se ha llamado un hombre de bien. Mediana edad, felizmente casado, vivo con mi mujer y mi hijo. Estudios universitarios, trabajo por cuenta ajena, en fin, un digno representante de la clase media española. Me esfuerzo por hacer todas las cosas dentro de las normas establecidas, me gusta que mi vida tenga un orden en todos los ámbitos. En general, no me gusta destacar por nada. Quizá la única excepción sea mi comunidad de vecinos. No es que me guste sobresalir en ella, pero es que me tomo muy en serio lo que tiene que ver con su gestión cuando me corresponde hasta el punto que todos mis vecinos dicen que soy el mejor, que ya me podía quedar yo siempre. Todo el mundo paga, todas las obras se hacen, los seguros pagan los siniestros, la limpieza es impecable… Todo perfecto sin duda.
Cuando dije que todos mis vecinos dicen que soy el mejor puede que haya exagerado un poco.
Mi vecina de enfrente no participa de esa admiración general.
La verdad es que es rara. Vive sola, tendrá algunos años más que yo y es de esas personas que sin saber mucho de su vida, yo considero fuera de la norma y a mí eso me despista, me hace desconfiar.
Una tarde estaba yo en mi casa tranquilamente después de comer cuando oí algo extraño. Una voz, que no era la tele, ni la radio ni era una persona, no sé, quizá una máquina. Me asomé a la mirilla, pero en la escalera no había nada. Me di cuenta que el ruido, la voz venía de su dormitorio principal, que da a mi salón. Fui a su casa y le dije que bajara ese aparato, que se oía mucho. Ella, por toda respuesta, me dio un seco y contundente: vale.
Me hubiera gustado preguntarle qué era ese ruido, de dónde venía, pero no me atreví y ella tampoco parecía dispuesta a darme más explicaciones.
Volví a mi casa y el ruido, la voz bajó de intensidad. Al rato escuché música, más fuerte y más baja, pero estuvo muy poco rato.
Dos o tres horas después lo que escuché me sobrecogió. Una voz, como de bruja, no entendía muy bien lo que decía, pero me pareció escuchar algo de Plutón y del infierno.
Ahora sí que no me atrevía a salir, ni a decir nada. En la escalera todo continuaba aparentemente como siempre.
A partir de ese día, cada cierto tiempo, se volvía a escuchar en esa casa esa especie de letanía, conjuro o qué sé yo. Intrigado, pegué la oreja a la pared del salón y pude oír algo de víboras, de dragones, de sangre. La voz era fuerte, áspera, malévola.
No sabía qué hacer, estuve a punto de ponerlo en conocimiento de la comunidad, de algún vecino, pero no me atrevía.
Pasaron 3 o 4 meses y un día me invitaron a una actuación de un grupo de teatro de aficionados. No me gustan estos grupos. Para mí el teatro solo deberían hacerlo actores de verdad, pero me sentí en la obligación de ir por compromiso.
Cuando salieron los actores a escena la vi. Ahí estaba mi vecina entre ellos.
Al rato, salió ella sola a escena, haciendo un monólogo de la Celestina, conocido como el conjuro a Plutón. Me dieron escalofríos. La voz, el ritmo, la intensidad, todo coincidía con lo que yo había estado escuchando desde mi casa. Hay que reconocer que en el escenario estaba bien, pero en el salón de casa, daba algo más que miedo.

Teresa Sanz
Grupo B


Ragazza

¡Despampanante! No se me ocurre otro calificativo, y nos tienen dicho que no más de tres admiraciones. La RAE, que es la que sabe, dicta: despampanante = que causa sensación, deslumbra o llama la atención. Bueno, pues las tres cosas.
Era de no creer, me aparté de la mirilla para frotarme los ojos. Bueno, y también para frenar un poco el galope de mi víscera cardiaca. Con los años —y los míos son los que son— el hombre se hace de calmas y sosiegos, de tranquilidades, pero quién puede resistir un impacto así. Me pellizqué y no estaba soñando. La cantidad de cartas de amor que le tendré escritas. Desde que la conocí en el cine, y fíjate, lo mismo yo ni me afeitaba, no se me borró su imagen de la memoria. Y aparece ahora, como si supiera que en mi corazón nunca hubo sitio para otra.
Volvió a sonar el timbre; casi me delato, menos mal que logré controlar el respingo. Poco a poco, fui acercando mi ojo a la mirilla y ahí seguía, cabellos negros como mi desdicha, una sonrisa que ya me gustaría saber describir, ojos almendrados en los que te mueres por naufragar, los dientes un punto grandes, relucientes, como a mí me gustan, labios que no te cansarías de besar; y con esa leve hendidura en la barbilla de la que no apartarías la mirada.
Uno se tiene por sensato, realista, nada fabulador. Tampoco soy de poesías. Lo que no puede ser no puede ser. Me aparté de nuevo. Enseguida, otro par de timbrazos. Ahí estuve yo menos impresionable y conseguí sujetar los nervios. Ya digo, lo que no puede ser no puede ser. Y no puede ser porque mis innúmeras cartas de amor las guardo todas en el baúl del desván; riguroso orden cronológico. Ninguna fui capaz de echar al correo, lo confieso.
Aunque allí estaba ella, mi amor, evidencia innegable de que lo fantaseado puede suceder cuando menos lo esperas. Retorné una vez más con mil precauciones a la mirilla y... allí seguía la ragazza. ¡¡¡Despampanante!!!, ya quedamos en eso, un calificativo que de no existir tendrían que habérselo inventado para ella; Sofi, la Sofía Loren de mis sueños. Y con dieciséis, dieciocho añitos, más no tendría. Qué cosas, tú; hay que tomarse en serio los trabajos que te encargan en el taller los lunes.

Pascual Martín 
Grupo B


Cadáver

Me asomé a a mirilla. Esa noche me tocaba turno. Me había llegado uno nuevo. Como siempre los reviso antes de meternos en la cámara frigorífica y mandarlos a autopsia.
Vi que el cadáver estaba tal cual lo había colocado.
Inspeccioné los papeles que había dejado encima de la mesa que llevaban y calificaban el estado del cadáver.
La hora de la muerte, como se encontró el cadáver etc.
Datos significativos pero relevantes.
Empezó lo intrigante cuando descubrí que el cadáver se movía solo, cambiaba de posición y las heridas, las iba sanando. Increíble.
Esa noche al meterme en la cama, no podía dormir.

Iria Costa
Grupo B


La Pluma

Desde que cambié la mirilla de la puerta por un ojo de buey soy capitán de navío, timonel de un velero de ladrillo que navega salvaje. El casco limpio, la orza dispuesta a jugar con el tiburón de humo que enreda los mapas. La niebla es granito si la arcilla carece de fuego
Por fin se que es una estrella caída, el hombre que desconfía del brillo de su paso.
Desde que cambié la mirilla de la puerta por un ojo de buey soy capitán de navío. En el rellano siempre hay gaviotas. Una me regaló una pluma. Anidó en la despensa de mis ojos. Hoy ondea en el mástil. No tiene carga. Su dobladillo es suave. Su vuelo discreto
Por fin supe que resucitar consiste en sacudir las cenizas de un abordaje. Izar velas. Pronunciar mi nombre
Desde que cambié la mirilla de la puerta por un ojo de buey soy capitán de navío. Ayer murió Manuela, la vecina. Hija, hermana, madre, amiga y abuela. Dos protocolos con guantes recogieron su cuerpo. Era pequeño como el de una niña. Lo tiraron al agua. Nunca jugó con delfines.
Por fin entendí que es una puerta blindada. El personaje ficticio que te impone una palabra.
Desde que cambié la mirilla por un ojo de buey soy capitán de navío.
En el mar siempre hay piratas. Corsarios que agitan fantasmas a la luz de la luna. En ocasiones las mareas se enfangan y crecen los profetas. Buhoneros sin alma de búho. Prometen tesoros. Ofrecen manzanas. Te roban el universo que te habita. Es fácil naufragar en su verbo, olvidar el perfume del aire. El olfato se acomoda.
Por fin puedo ver más allá del espejismo de hormigón y prisa. Una pluma es suficiente para desvelar sus engaños.
Desde que cambié la mirilla de la puerta por un ojo de buey soy capitán de navío, timonel de un velero de ladrillo que navega salvaje.

Ana Isabel Fariña
Grupo B


Desde mi mirilla

Y sonó el timbre, fue una llamada insistente, quizá la vecina de enfrente, que tenía ganas de un poco de cotilleo, la reunión de vecinos de la tarde anterior había dado para mucho. Recorrí el pasillo con un “voy, voy”, y, al llegar a la puerta, lo que se hace por costumbre un “¿quién?” y mirar por la mirilla. No era la vecina, no era nadie conocido, pero sí sorprendente. No supe si era un hombre o una mujer, no vi siquiera su cuerpo, me atrajeron como un imán sus ojos, eran negros, profundos y oscuros como un pozo, pero desprendían tanta luz que pasaron a ser transparentes, serenos como un amanecer en primavera que invitaban a confiar en ellos, a abrir la puerta, pero algo me detenía. No quería que entrara, seguí pegada a la mirilla, esperaba una palabra que no llegaba, seguí mirando a sus ojos y allí, en lo más profundo, vi el mensaje que me traía, lo dejó en la estela que como en una blanca niebla fue dejando al retirarse: serenidad.

Inés Izquierdo Pérez
Grupo A


Recuerdo a mis compañeros de instituto,y hoy un suceso me ha hecho evocar a Luis "El Mirilla,".nunca supe sus apellidos.Todos le conocíamos por ese apodo. Su abuelo era fabricante de mirillas. En mi pueblo,todos nos conocíamos por motes o apodos,algunos si tenían relación con la profesión de sus antepasados desde tiempos remotos,otros no se sabía bien.Esa costumbre estaba tan arraigada que se ignoraban los apellidos y era el día que fallecía el individuo cuando al leer la esquela,te enteras de su verdadero nombre y apellidos.Y su apodo en negrita.En ese momento es cuando se descubre el verdadero linaje de la familia.
Descanse en paz mi compañero Luis Gutiérrez López "El Mirilla"

Pepa Agustín
Grupo B


El favor
-¡Que sinvergüenza!- dije para mis adentros - la pobre chica está cuidando a su madre y él aprovecha para liarse con todas las que puede-.

Me encontraba agazapada tras la puerta observando por la mirilla hacia el portal. La luz de la calle traspasaba el cristal de la puerta y era suficiente para iluminar la escena tórrida que se estaba representando delante de mí. Mi vecino, una vez más, estaba en la entrada empujando a una mujer contra la pared -esta vez es rubia- en un arrebato de pasión que, al parecer, no podía esperar ni un minuto, ni siquiera para llegar a la intimidad de su piso, en la tercera planta.-¡Será bruto! –Pensaba- ¡Como se descuide la desnuca con los buzones!-.

En otras ocasiones ya había contemplado semejante espectáculo. Cada vez que Paula, la vecina del tercero, se iba con los niños al pueblo para atender a la madre de Luis, éste se dedicaba a ligar de sin ningún tipo de recato. Casi cada noche traía a alguien y, debía estar muy necesitado, porque el numerito desenfrenado del portal parecía de obligado cumplimiento.

Era de madrugada y el edificio estaba en silencio, por eso era fácil distinguir los suspiros, los jadeos y las frases –un tanto groseras para mi gusto- que emitían de forma entrecortada. Intentaba no prestar atención a las palabras pero mi posición favorecía justo lo contrario. Y me desagradaba. Sí, me desagradaba la situación porque era consciente de que me había convertido en una mirona, en la típica cotilla de la comunidad, y que, por lo tanto, debía retirarme inmediatamente de esa posición y olvidarme de los agravios de Paula. Pero cada vez que lo pensaba me encontraba con algún escollo –más bien excusa- y seguía contemplando como hipnotizada. Cada beso, cada abrazo y cada palabra percibidos se me antojaban agravios a todo el género femenino.

Una de las noches encendí la luz para darles un sobresalto. Luis miró hacia las escaleras por si alguien bajaba y salió del portal con la pareja de ocasión para volver al cabo de quince minutos, aproximadamente – lo sé porque volví a oír el llavín en la cerradura- para subir directamente a la tercera planta, supongo que para rematar la faena.

Estuve al acecho varios días, vigilando los movimientos del portal para hacerme la encontradiza con Paula, que ya había regresado. En dos ocasiones la encontré con sus hijos y opté por saludarla, únicamente, no me parecía nada adecuado abordarla en esas circunstancias. Pero en ese momento llegamos juntas a la entrada, las dos cargadas con bultos del super.

-Hola Paula. Esperaba encontrarte a solas para hablarte de un tema un tanto delicado. Sé que no debería entrometerme en tu vida, pero prefiero hacerte un favor y evitar que vivas en la ignorancia- dije, muy digna.

-Le agradecería mucho más que se guardara ese favor y me permitiera seguir con mi vida tal como está- contestó Paula, impidiéndome decir nada más y, dejándome con la palabra en la boca, se dio la vuelta, cogió la compra y siguió escaleras arriba mientras yo cerraba la puerta y rumiaba mi estupidez.

Aún así, volví a poner el ojo en la mirilla para ver cómo la vecina se enjugaba las lágrimas con el antebrazo, puesto que tenía las manos ocupadas con las bolsas, y se apoyaba en la pared para no perder el equilibrio. Me sentí avergonzada por haberme entrometido en su intimidad y por no haber considerado que, en muchas ocasiones, las personas nos negamos a saber porque eso nos obliga a actuar y ese es justamente el paso que no queremos dar. Paula era feliz con sus hijos, con su marido y con la vida que le había tocado. No contemplaba otro escenario. ¿Quién era yo para arrebatárselo?

Maxi Moreno
Grupo B


La vecina indiscreta

Despuntaba el alba y una luz tenue inundaba de sombras violetas las plantas del descansillo, una bicicleta aparcada junto a la barandilla del corredor y dos figuras altas, una chica apoyada sobre la columna y un chico frente a ella. Un halo de intimidad los rodeaba.
La muchacha asemejaba la sirena de un mascarón de proa; no se le veían los pies porque los tapaba su acompañante, y el pelo suelto parecía flotar mecido por la suave brisa del patio. Mareaba coqueta una guedeja entre sus dedos, su blusa blanca caía seductora por el hombro desnudo y sus ojos no podían ocultar que le gustaba ese chico.
Hablaban de forma relajada, a media voz, ajenos del resto del entorno y de lo temprano de la hora. Yo no entendía nada. El muchacho la escuchaba embelesado, con la cabeza algo ladeada hacia la izquierda, acariciándose inconsciente el brazo de ese mismo lado o aplaudiendo entusiasmado alguna ocurrencia que ella le contaba y ambos celebraban con una risita tonta. Seguro que a él también le brillaban los ojos.
En un momento de precioso silencio (donde temí que pudieran escuchar el trote acelerado de mi emocionado corazón) el chico, sin imposturas, se inclinó delicado hacia la columna, pasó sus dedos alrededor de los labios de “su sirena” y le dijo _ You’re beautiful!!!_
Cerré la mirilla.
¿Qué me pasaba? Había sido testigo de una romántica postal tras la puerta de mi casa y lo que más ilusión me hizo es ¡que entendí una frasecita en inglés! ¿Estaba soñando? No; me levanté porque me despertaron unas voces sin pudor; me asomé a esa discreta ranura y quedé hipnotizada por la belleza del instante. El beso final, seguro que lo hubo, quise dejárselo sólo para ellos.
Nunca supe quienes eran y porqué estaban en nuestro edificio aquella madrugada de finales de agosto del año pasado.

Romy Martínez
Grupo A


A una niña en una guerra

"A través de la mirilla
que me brindan hoy tus ojos
que son tristemente hermosos
y llorosamente brillan
emerge tu alma chiquilla
a la pena condenada
de sentir que no eres nada
en el centro del dolor
de un mundo falto de amor
que te mantiene ignorada."

Mercedes González
Grupo A


Mirilla

Veo por la mirilla que sale del ascensor una Testigo de Jehová que va al piso de enfrente. Llama al timbre. Ana, la vecina, abre la puerta para ver quién es.
-Hola buenas, soy Testigo de Jehová. ¿Se acuerda que habíamos quedado en vernos esta tarde?
-Perdón, con tanto trabajo no me había acordado de que teníamos la cita programada para esta tarde. -¿Te parece bien que cambiemos la cita para la semana que viene? Te pido disculpas por no haberte avisado con antelación.
-Por mí no hay ningún problema, muchas gracias por su comprensión. Nos vemos la semana que viene.

David Sánchez
Grupo B

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