Autobús de Fermoselle

El lunes, 10 de junio, tuvimos una invitada de excepción en el taller, Maribel Andrés Llamero.
Llegó con paso lento para hablarnos de La lentitud del liberto y para invitarnos a un paseo emocionado hacia su infancia en el Autobús de Fermoselle, libro con el que ha obtenido el XXXIV Premio de Poesía Hiperión, compartido ex aequo con el libro Los días hábiles de Carlos Catena Cózar.
Iniciamos la marcha y el paisaje poco a poco se vuelve amarillo, como la portada del libro.




El amarillo de los trigos y de la tierra seca, curtida, va dibujando el paisaje, va colocándonos en ese secarral que es a veces la tierra de Castilla pero donde también fluye el agua.
Abrimos el paisaje del libro y tras reconocer a Maribel en el asiento principal nos encontramos con un texto hermoso "Campos de tierra":

Esto es Castilla,
                           mi cuerpo tan seco,
esta carne prieta y dura como alpaca,
levantada por leves lomas, colinas
modestas, algún apacible remanso.
Esto es Castilla,
los ojos oscuros color de barro,
la piel y las trenzas recias, pardas.

Vengo de la tierra del pan y del vino,
donde otros antes que yo
escondieron la cebada
que no saciaría su hambre ni su sed.
Soy nieta de emigrantes, carbón humano,
las entrañas unidas con alambre,
mujeres y hombres ceñidos de esparto
y entregados al delito del trabajo
manual. Ellos me levantaron el alma
con golpes de azada que aún retumban
en el amor áspero y tierno que me puebla
los surcos de las severas costillas.
En frágiles pasos de albarcas me han traído
para que un día yo soltara
las hoces de la siega, la esteva del arado
y cantara estos poemas;
me han colmado la boca de trigales,
me han confiado toda la luz,
la digna primavera de la maleza.

Soy de un hogar que se seca y se adhiere
como costra en los codos de la tez morena.
Soy de un hogar compacto hasta la grieta,
donde el roble solo sangra si lo partes.

Ay del agua oculta -dentro siempre dentro-
en nuestro pecho, quién oirá este canto
de labranza que cargo en las espaldas,
quién este ruido de savia entre los huesos.

Esto es Castilla,
y todos los árboles
que me brotan en hilera
señalan que debajo
fluye un río.


Maribel se desnuda ante nosotros. Nos muestra su paisaje exterior, antes de conducirnos hacia dentro, pero también nos muestra en conjunción y mímesis con ella la geografía de una tierra que es la suya, Castilla, a la que tantos poetas prestaron su voz: Antonio Machado, Claudio Rodríguez, Antonio Gamoneda...

Hay varias citas al inicio del libro que nos sirven de guía, y que son parte del itinerario lector de Maribel. Pero nos llama la atención una en particular. Dice José Emilio Pacheco:

No amo mi patria.
[...] Pero (aunque suene mal)
   daría la vida
por diez lugares suyos,
   cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
[...] -y tres o cuatro ríos


Este es un ovillo que Maribel hace suyo y comienza a desenvolver, a través de la memoria, en su viaje. Entre esa "cierta gente" están sus abuelos, los que nunca se fueron, y en especial su abuela Isabel para la que teje estos recuerdos con forma de abrazo.

Tras el poema inicial, que es presentación de Castilla y de sí misma, Maribel comienza a interpretar el entorno. Ya estamos el pleno viaje. Ya la evocación ha activado el súper del recuerdo.
Así que por sus poemas transitan su bisabuela Consolación -a la que conoció tras una vitrina-, la nieta del molinero, su padre, los vacíos de la vida, la vaca que ordeñó de niña, la estela de la vuelta ciclista, la llanura del far west, los ríos -siempre los ríos-, los oasis perdidos, el verano...

Detengamos aquí el autobús, en medio del estío. ¿Es la infancia una postal del verano?
Maribel nos dice en su poema "No habrá más verano":

Este alma de pizarra ha soñado
otra vez con el mar, y con el trigal tan dulce
que fue playa dorada en mi recuerdo.
No traigan fotos, que nadie me hable
de estampas de una cala mallorquina.
Las cigarras aumentaban los grados del sol,
e indicaban que era hora
del lodazal pedregoso de la orilla,
de las cangrejeras,
del terreno de jaras que retoñan
en la ladera que recoge al pantano.
Los padres cerca, hermano, abuela.
Mi pasado de amapolas y zarzales
se rompe en cuatro sensaciones
y un par de olores que hacen
que me salten las entrañas.
Llegaba a nosotros siempre demorado
el buen tiempo que irrumpía como fiesta
abrupta, con sus colores olvidados,
su florecer, su redención del mundo.
Digan lo que digan los anuncios de cerveza,
nada será nunca más verano
que el aroma de la jara en flor.


Es este un libro pleno de emoción, donde comparten verso las historias sencillas, cotidianas, con el temblor que provocan en la sístole y diástole muchos años después.
Porque el recuerdo es niebla que insiste, que perdura, que desdibuja unas horas el paisaje para mostrarlo después con una luz especial.
Autobús de Fermoselle no es libro alegre. Castilla casi nunca lo es. Es un paseo con sus baches y su curvas. La herida, la guerra, el tiempo arrebatado, la soledad y el vacío dibujan ese recuerdo alto, emocionado, que conforta y que duele y por el que transitamos para llegar a un destino, la celebración de la vida.

Todo el que suba a este autobús llegará hasta su infancia. Y bajará los peldaños del auto trastocado, con una leve sensación de mareo. La que provoca ese viaje hacia uno mismo en busca del primer latido, el primer beso, el primer baño. Un viaje de ida y vuelta en el que apenas sabremos de Fermoselle -es una excusa- pero sí de quiénes fuimos, de quiénes somos, de quién venimos.

Cerramos este recorrido en coche de línea con el texto "Defensa de la retama":

Vuelvo de mis anhelos trashumantes
y se me hacen de plata todas las rutas,
de azafrán las carreteras, las retamas
custodian mi camino a casa.
Y qué importa que nadie a acompañarnos baje,
siendo tú tan recia y sencilla.
Yo puedo habitar tu soledad
con las vacas de mi abuelo: Guinda y Viboreta;
con las piernas delgadas de mamá;
con mi padre sacando al choto a los ríos;
la abuela cuidando la nogal.
las amapolas y las lilas pueblan
estas páginas de primavera.

Esto es Castilla,
nunca fue la mejor, solo la nuestra.
Esto es Castilla, lo que somos,
mi cuerpo, preso como arbusto a este suelo,
el espacio donde habitan los abrazos
urdidos, mimbre, con empeño.

Tengo estos prados metidos en los ojos
y cuando brotan me salvan
como al paisaje. El horizonte
se nos talló en el pecho
siempre en pie para recomenzar.
ya vamos, Castilla, ya vamos.
Seguimos avanzando campo horizontal,
campo tenaz.


Propuesta de escritura

Ve a la estación. Saca un billete de ida y vuelta a tu infancia. Sube al coche de línea. Paséanos por ella. Cuéntanos sus paisajes, los tuyos. Condúcete. Condúcenos.


Y estas son las tareas recibidas hasta el momento:


Al cruce de Castresanz

Los viajes entonces eran así. O, mejor dicho, con el señor Alicio podían resultar así; cogías el coche de línea y sabías la hora de salida pero nunca la hora en que podías estar en Ciudad Romero de regreso. Que llegabas era fijo, aunque algunos días hubo que reparar dos o tres pinchazos por el camino y eso lleva su tiempo. A veces el señor Alicio renegaba si no habría que volver a “los macizos”; yo tenía quince años y viajaba casi a diario, así que me tocaba echar una mano. Tiempos de posguerra, faltaba de todo, las cubiertas se remendaban y las cámaras lucían más goma de parches que de la suya propia.

Ese día iba el coche completo, incluso gente de pie. El señor Alicio conducía quizá con más precaución que de costumbre, la bilbaína ladeada y camisa de mangas recogidas, pendiente como siempre de la gente a bordo. Con él no regía lo de “prohibido hablar con el conductor”; en realidad es a él a quien había que haberle colgado el cartelito de prohibido hablar con los viajeros.

Al cruce de Castresanz llovía con ganas. El señor Alicio paró el coche al lado del hombrito que vestía pantalón y chaqueta de pana remendados; estaría calado hasta los huesos. Yo era de los iba adelante, sentado en la tapa del motor. El señor Alicio me dijo que abriera la puerta y le urgió al otro:

—Venga, suba rápido, que menuda tenemos la tarde.

El hombrito sacudió a un lado y otro la cabeza.

—Venga, hombre —se impacientó el señor Alicio—. Suba que nos vamos.

Negó de nuevo el hombrito, aunque se oponía con menos convicción, eso juzgué yo. El señor Alicio me incitó con un gesto, yo encajé la cabeza entre los hombros para librar algo del aguacero; bajé y eché mano al otro por el brazo. Lo empujé arriba con no demasiado miramiento y quedó adelante, junto al motor.

—A ver, agárrese a la barra, no se vaya usted a caer —invitó el señor Alicio desde el volante, y me pareció que debía ocuparme yo de que así lo hiciera el recién incorporado, al que veía yo corto como las mangas de un chaleco.

—No le cobro —dijo el señor Alicio en voz baja—, porque encima de la mojadura que lleva usted encima...

No fue hasta llegando a Sanctipetrus que le preguntó:

—Estamos en Sanctipetrus, ¿se baja usted aquí, o en Valdeolleros?

Sanctipetrus y Valdeolleros son las dos últimas paradas antes de Ciudad Romero. El hombrito, hasta ese momento ni palabra. Fue entonces cuando se agachó sobre el oído del señor Alicio. Yo, sentado en el motor, alcancé a oírlo. Bien seguro que fui el único en enterarse, menos mal.

Cuando en Sanctipetrus hicimos la maniobra para desandar camino, una mujer ya de edad y pañuelo a la cabeza, de las sentadas en la primera fila, dijo con sorna zumbona: «¿Ahora p’atrás Alicio? ¿Seguro que no se te ha olvidao el oficio? A ver si te pasa como al herrero machacón». «Tú déjame a mí, ¿me meto yo acaso en cómo preparas tú en la cocina?». El señor Alicio se las arreglaba para decir lo que fuese en tono que nadie podía sentirse ofendido.

No fue demasiado ese día; como una hora de retraso cuando llegamos a Ciudad Romero. El señor Alicio me retuvo por la manga mientras los viajeros iban saliendo cada uno para su casa.

—Mira, muchacho, tú eres muy joven. Yo soy de meterme en todos los charcos pero a mí, a mis años, ya no hay quien me cambie. Tú sin embargo estás a tiempo y sería una pena. La prudencia nunca sobra, tenlo presente. No acudas a donde no te llaman, como hace el hijo de mi madre, porque puede pasar que... bueno, ya lo has visto.

La cuestión es que —ahora ya se puede contar—, había dejado casi de llover cuando llegamos de segundas al cruce de Castresanz, ocho kilómetros de «p’atrás» como decía la señora. Abrí otra vez la puerta del autobús y ayudé al hombrito a bajarse. Mismo junto a la cuneta se quedó; empapado, pero más lo estaría si hubiese aguantado media hora más a cielo abierto. Y, en efecto, allí estaba el burro.

Ya lo dejé contado más arriba, nadie había oído al hombrito, menos mal, cuando el señor Alicio le preguntó que si se apeaba en Sanctipetrus o en Valdeolleros. Yo sí que pude oírlo; estaba mismo al lado. El hombrito dijo: «Yo ande usté diga, pero cuanti antes mejor, que tengo que volver p’atrás al cruce, que es ande tengo el burro estacao, que es ande mejor está la yerba, que este año con la sequía...».

Pascual Martín
Grupo B


Paseando mis recuerdos

Noe y yo nos hicimos novios, aunque poco rato. Fue un jueves por la tarde.

Los jueves ni los niños ni las niñas teníamos escuela, pero había que ir a la doctrina con D. Cura. Nos enseñaba cosas de Dios y de la Virgen. Teníamos que aprender de memoria el catecismo y si te equivocabas en más de una palabra, te pegaba un macocazo con los nudillos de los dedos.

Yo era el número dos del catecismo. Delante de mí estaba Juanito el Foti, y eso porque tenía dos tías monjas, y un hermano seminarista. Todas las niñas coincidían en que yo debería estar delante. Que lo tenía enchufado se notaba en las preguntas. La más difícil que le hacía, cuando iba el obispo del Pueblo Grande, era:

- ¿Dónde está Dios?. Y hasta el Malacara lo recitaba con él:

Dios está en el cielo, en la tierra y en todas las partes.

Luego se ponía frente a mí, frotándose las manos y soltaba:

- A ver tú Balarrasa: ¿Cómo se realizó la encarnación del hijo de Dios?

Yo me hinchaba, resoplaba, cogía carrerilla y soltaba de un tirón:

“La Encarnación del Hijo de Dios se realizó cuando el Espíritu Santo, de las purísimas entrañas de la Virgen María, formó un cuerpo perfectísimo, sin pecado, y creó un alma nobilísima que unió a aquel cuerpo; de tal manera que en aquel mismo instante, a este cuerpo y alma se unió el Hijo de Dios y de esta forma el que antes era sólo Dios, sin dejar de serlo, quedó hecho hombre, igual a todos los hombres en todo, menos en el pecado”

Si estaba Noe, me aturullaba y me atrancaba en nobilísima. D. Cura no tenía paciencia, me soltaba otro coscorrón y añadía:

- Ves, si tienes la cabeza hueca.

Malacara y Tomasorro se frotaban los ojos como si yo fuera a llorar, por hacerme burla. Pero con Noe delante, nunca lloraba.

Lo de cabeza hueca no fue duradero. Al poco me dijo que la tenía llena de serrín. Me puse contento, pues me incluía en el grupo de Narci, Canito, Juanmi y las gemelas.

En una doctrina del jueves, mientras D. Cura estaba entretenido explicándoles a la Mechi y a la Nines el misterio de la Santísima Trinidad, arranqué un cacho de papel del cuaderno y se lo tiré a Noe. Le había escrito, con la mejor de todas las letras que podía hacer, si quería ser mi novia. Lo leyó, escribió algo debajo, lo doblo y me lo lanzó. D. Cura lo vio, se agachó, lo cogió, lo desdobló, lo leyó y se lo guardó. Noe se puso colorada.

D. Cura siguió con la doctrina, pero cuando íbamos a salir, con la mirada en el techo y un baile de pies que me inquietó bastante, con mucho boato y retintín, informó que próximamente se pondría en contacto con los padres de unos tortolitos para fijar la fecha de la boda. Noe se volvió a poner colorada.

En la calle me dijo que ya no era mi novia, que como su mamá se enterase le reñía y no la dejaría salir a jugar durante una buena temporada.

Así y todo, a Canito le dejé claro que, aunque ella no podía ser mi novia, yo continuaría siendo su novio, ¡que ni se le ocurriera!. Se portó. Advirtió a todos que si alguno intentaba quitármela, cargaría el tirachinas con rollos redondos del regato, y apuntaría a la cabeza. Cumplió hasta que tuvo que dejar la escuela para cuidar las cabras de su papá.

A mí, me llevaron a un colegio del Pueblo Grande. Cuando nos tocaba lectura con D. Aris, me dedicaba a escribirle cartas. Las guardaba entre las hojas de los libros. Un día se me cayó una en el pasillo del comedor y aunque los curas pusieron todo su empeño en descubrirme, no lo consiguieron.

Pasado el tiempo, recibí carta de Narci en la que me contaba que la oveja Barrosa le había parido dos corderos, que el burro tordo le había dado una coz al señor Mariano, que se había muerto la abuela de Juancar y que Noe se había hecho novia de Canito. Cuando lo leí, se me anudaron los higadillos y se me disgustó el alma. No probé bocado en todo el día. En el recreo de las once de la mañana siguiente, en un trozo de cartón, le dibujé a Lara un corazón atravesado con una flecha goteando sangre por todas partes y por encima de la flecha escribí: “yo por ti”. Se lo envié por la hermana pequeña de Floren, que se acercó a la verja que separaba a las niñas de los niños. Tardó muy poco en regresar y me devolvió el cartón. Debajo de la flecha, con pinturas de colores había escrito: “y yo por tus güesos”. Se me desanudaron los higadillos, se me alegró el alma y perdoné a Noe.

Evaristo Hernández 
Grupo B


Volver a casa
En tren, bajo el ocaso: masa de trigo encendido,
con amapolas despistadas…
Es mi planicie querida,
casi nada, el sol y el cielo,
todo horizonte que se pierde
en una nada mística.
Tierra pura que da pan
en un mar interminable, verde, ocre dorado.

Un día, una niña se sintió diluida entre los cereales
y el cielo cenital, sin tiempo, sin espacio.

Otros días se tiró en la yerba,
disfrutó del nogal y lo lloró,
del olor entrañable de la paja,
y respiró el amor en una casa
de ladrillo mudéjar.

Al fin encontró lilas,
su esencia tras la pared ajena,
y por primera vez,
se topó con la poesía
en una noche de verano
de luna llena esplendorosa.

Emilia González
Grupo B


Viajando en tren

Mi viaje a la infancia tengo que hacerlo en tren. Fui a Barcelona con mis padres cuando solo tenía 4 meses. Para ellos fue el viaje más largo que habían hecho hasta entonces. Seguramente, no habían traspasado los límites de su provincia, pero el mejor oftalmólogo de España estaba en Barcelona y había que ir. Viajábamos de noche. Yo me pasé el viaje llorando y un viajero al que molestaba mi llanto, se lo pasó protestando. Otro llevaba una gallina en una cesta que no dejaba de cacarear, entonces se hacían esas cosas. ¡Como para dormir!.
Unos años más tarde, mi destino era Alicante, donde estudiaba. También viajábamos por la noche. Mi padre y mi madre se turnaban, para que uno de los dos pudiera quedarse atendiendo a mis hermanos. Recuerdo que iba tumbada, tapada con una bata o una toalla, ocupando mi sitio y seguramente, el de quien me acompañaba.
Unos años más tarde se organizaban grupos de alumnas desde y hasta Madrid , acompañadas por una cuidadora del colegio.
Los viajes eran muy largos, nada que ver con las velocidades de los trenes de ahora. Te podías encontrar personas muy pintorescas. Nadie llevaba móvil, ni cascos, seguramente, tampoco era muy habitual llevar algo para leer.
La gente se entretenía hablando con los compañeros de viaje o haciendo un interrogatorio de tercer grado, según la curiosidad de cada cual.
En aquellos trenes no había cafetería. Había que llevar el bocadillo o la fiambrera y hasta el agua. Que se lo cuenten a mi madre, que tuvo que protestar, porque la cuidadora que iba con nosotras no llevaba ni comida ni bebida y aprovechaba su autoridad para cenar a nuestra costa.
Aquellos trenes eran larguísimos, con compartimentos de 8 personas y unos pasillos enormes.
Entre sueños, escuchaba pregonar las tortas de Alcázar de San Juan o las navajas de Albacete.
Eran otros tiempos, los de la infancia.

Teresa Sanz
Grupo B

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