Vecinos. Literatura de rellano y de balcón

Esta semana dedicaremos la sesión del taller de escritura creativa a los vecinos y vecinas que viven en nuestra comunidad, barrio o pueblo. Esos vecinos que están ahí, que siempre estuvieron pero con los que únicamente hemos coincidido en la escalera, el ascensor o una de las juntas de la comunidad.
Desde que comenzamos a salir a aplaudir a los sanitarios al balcón e hicimos de éste el nuevo rellano de la escalera o el patio de luces hay quien ha descubierto la verdadera naturaleza de sus vecinos


Ilustración: Troche


Tomamos como referencia dos cortometrajes, uno de Paco León titulado “Vecino” y otro de María Díaz Megías y Alfonso Rodríguez Naranjo titulado “A dos metros de distancia” para reflexionar sobre los vecinos de nuestra comunidad o nuestro barrio.







La canción de Joaquín Sabina “Mi vecino de arriba” y el cuento de Raymond Carver titulado “Vecinos”, junto con los poemas y microrrelatos que podrás ver en la ficha dibujan el contexto en el que tendremos que situar nuestra tarea de escritura:


Vecinos 

Somos felices hasta que dejamos de serlo. Quizás porque en realidad nunca lo fuimos. Este relato nos habla de ello. A continuación, puedes leer Vecinos, un cuento de Raymond Carver.
Vecinos, un cuento de Raymond Carver
Bill y Arlene Miller eran una pareja feliz. Pero de vez en cuando se sentían que solamente ellos, en su círculo, habían sido pasados por alto, de alguna manera, dejando que Bill se ocupara de sus obligaciones de contador y Arlene ocupada con sus faenas de secretaria. Charlaban de eso a veces, principalmente en comparación con las vidas de sus vecinos Harriet y Jim Stone. Les parecía a los Miller que los Stone tenían una vida más completa y brillante. Los Stone estaban siempre yendo a cenar fuera, o dando fiestas en su casa, o viajando por el país a cualquier lado en algo relacionado con el trabajo de Jim.
Los Stone vivían enfrente del vestíbulo de los Miller. Jim era vendedor de una compañía de recambios de maquinaria, y frecuentemente se las arreglaba para combinar sus negocios con viajes de placer, y en esta ocasión los Stone estarían de vacaciones diez días, primero en Cheyenne, y luego en Saint Louis para visitar a sus parientes. En su ausencia, los Millers cuidarían del apartamento de los Stone, darían de comer a Kitty, y regarían las plantas.
Bill y Jim se dieron la mano junto al coche. Harriet y Arlene se agarraron por los codos y se besaron ligeramente en los labios.
—¡Divertíos! —dijo Bill a Harriet.
—Desde luego —respondió Harriet—. Divertíos también.
Arlene asintió con la cabeza.
Jim le guiñó un ojo.
—Adiós Arlene. ¡Cuida mucho a tu maridito!
—Así lo haré —respondió Arlene.
—¡Divertíos! ―dijo Bill.
—Por supuesto —dijo Jim sujetando ligeramente a Bill del brazo—. Y gracias de nuevo.
Los Stone dijeron adiós con la mano al alejarse en su coche, y los Miller les dijeron adiós con la mano también.
—Bueno, me gustaría que fuéramos nosotros —dijo Bill.
—Bien sabe Dios lo que nos gustaría irnos de vacaciones —dijo Arlene. Le cogió del brazo y se lo puso alrededor de su cintura mientras subían las escaleras a su apartamento.
Después de cenar Arlene dijo:
—No te olvides. Hay que darle a Kitty sabor de hígado la primera noche.
"Del fondo sacó la botella de Chivas Regal. Bebió dos veces de la botella, se limpió los labios con la manga y volvió a ponerla en el aparador"
Estaba de pie en la entrada a la cocina doblando el mantel hecho a mano que Harriet le había comprado el año pasado en Santa Fe.
Bill respiró profundamente al entrar en el apartamento de los Stone. El aire ya estaba denso y era vagamente dulce. El reloj en forma de sol sobre la televisión indicaba las ocho y media. Recordó cuando Harriet había vuelto a casa con el reloj; cómo había venido a su casa para mostrárselo a Arlene meciendo la caja de latón en sus brazos y hablándole a través del papel del envoltorio como si se tratase de un bebé.
Kitty se restregó la cara con sus zapatillas y después rodó en su costado pero saltó rápidamente al moverse Bill a la cocina y seleccionar del reluciente escurridero una de las latas colocadas. Dejando a la gata con su comida se dirigió al baño. Se miró en el espejo y a continuación cerró los ojos y volvió a mirarse. Abrió el armarito de las medicinas. Encontró un frasco con pastillas y leyó la etiqueta: Harriet Stone. Una al día según las instrucciones, y se la metió en el bolsillo. Regresó a la cocina, sacó una jarra de agua y volvió al salón. Terminó de regar, puso la jarra en la alfombra y abrió el aparador donde guardaban el licor. Del fondo sacó la botella de Chivas Regal. Bebió dos veces de la botella, se limpió los labios con la manga y volvió a ponerla en el aparador.
Kitty estaba en el sofá durmiendo. Apagó las luces, cerrando lentamente y asegurándose de que la puerta quedara cerrada. Tenía la sensación de que había dejado algo.
—¿Qué te ha retenido? —dijo Arlene. Estaba sentada con las piernas cruzadas, mirando televisión.
—Nada. Jugando con Kitty —dijo él, y se acercó adonde estaba ella y le tocó los senos.
—Vámonos a la cama, cariño —dijo él.
Al día siguiente Bill se tomó solamente diez minutos de los veinte y cinco permitidos en su descanso de la tarde y salió a las cinco menos cuarto. Estacionó el coche en el estacionamiento en el mismo momento que Arlene bajaba del autobús. Esperó hasta que ella entrara al edificio, entonces subió las escaleras para alcanzarla al descender del ascensor.
—¡Bill! Dios mío, me has asustado. Llegas temprano —dijo ella.
Se encogió de hombros. No había nada que hacer en el trabajo —dijo él. Le dejó que usara su llave para abrir la puerta. Miró a la puerta al otro lado del vestíbulo antes de seguirla dentro.
—Vámonos a la cama —dijo él.
—¿Ahora? —rió ella—. ¿Qué te pasa?
—Nada. Quítate el vestido —la agarró toscamente, y ella le dijo:
—¡Dios mío! Bill.
Él se quitó el cinturón. Más tarde pidieron comida china, y cuando llegó la comieron con apetito, sin hablarse, y escuchando discos.
—No nos olvidemos de dar de comer a Kitty —dijo ella.
—Estaba en este momento pensando en eso —dijo él—. Iré ahora mismo.
Escogió una lata con sabor a pescado, después llenó la jarra y fue a regar las plantas. Cuando regresó a la cocina, la gata estaba arañando su caja. Le miró fijamente antes de volver a su caja. Bill abrió todos los gabinetes y examinó las comidas enlatadas, los cereales, las comidas empaquetadas, los vasos de vino y de cóctel, las tazas y los platos, las cacerolas y las sartenes. Abrió el refrigerador. Olió el apio, dio dos mordiscos al queso, y masticó una manzana mientras caminaba al dormitorio. La cama parecía enorme, con una colcha blanca de pelusa que cubría hasta el suelo. Abrió el cajón de una mesilla de noche, encontró un paquete medio vació de cigarrillos, y se los metió en el bolsillo. A continuación se acercó al armario y estaba abriéndolo cuando llamaron a la puerta. Se paró en el baño y tiró de la cadena al ir a abrir la puerta.
—¿Qué te ha retenido tanto? —dijo Arlene—. Llevas más de una hora aquí.
—¿De verdad? —respondió él.
—Sí, de verdad —dijo ella.
—Tuve que ir al baño —dijo él.
—Tienes tu propio baño —dijo ella.
—No me pude aguantar —dijo él.
Aquella noche volvieron a hacer el amor.
Le había pedido a Arlene que le despertara por la mañana. Se dio una ducha, se vistió, y preparó un desayuno ligero. Trató de empezar a leer un libro. Salió a dar un paseo y se sintió mejor. Pero después de un rato, con las manos todavía en los bolsillos, regresó al apartamento. Se paró delante de la puerta de los Stone por si podía oír a la gata moviéndose. A continuación abrió su propia puerta y fue a la cocina a coger la llave.
En su interior parecía más fresco que en su apartamento, y más oscuro también. Se preguntó si las plantas tenían algo que ver con la temperatura del aire. Miró por la ventana, y después se movió lentamente por cada una de las habitaciones considerando todo lo que se le venía a la vista, cuidadosamente, un objeto a la vez. Vio ceniceros, artículos de mobiliario, utensilios de cocina, el reloj. Vio todo. Finalmente entró en el dormitorio, y la gata apareció a sus pies. La acarició una vez, la llevó al baño, y cerró la puerta.
Se tumbó en la cama y miró al techo. Se quedó un rato con los ojos cerrados, y después movió la mano por debajo de su cinturón. Trató de acordarse qué día era. Trató de recordar cuándo regresaban los Stone, y se preguntó si regresarían algún día. No podía acordarse de sus caras o de la manera cómo hablaban y vestían. Suspiró y con esfuerzo se dio la vuelta en la cama para inclinarse sobre la cómoda y mirarse en el espejo.
Abrió el armario y escogió una camisa hawaiana. Miró hasta encontrar unos pantalones cortos, perfectamente planchados y colgados sobre un par de pantalones de tela marrón. Se mudó de ropa y se puso los pantalones cortos y la camisa. Se miró en el espejo de nuevo. Fue a la sala y se sirvió una bebida y comenzó a beberla de vuelta al dormitorio. Se puso una camisa azul, un traje oscuro, una corbata blanca y azul, zapatos negros de punta. El vaso estaba vacío y se fue para servirse otra bebida.
En el dormitorio de nuevo, se sentó en una silla, cruzó las piernas, y sonrió observándose a sí mismo en el espejo. El teléfono sonó dos veces y se volvió a quedar en silencio. Terminó la bebida y se quitó el traje. Rebuscó en el cajón superior hasta que encontró un par de medias y un sostén. Se puso las medias y se sujetó el sostén, después buscó por el armario para encontrar un vestido. Se puso una falda blanca y negra a cuadros e intentó subirse la cremallera. Se puso una blusa de color vino tinto que se abotonaba por delante. Consideró los zapatos de ella, pero comprendió que no le entrarían. Durante un buen rato miró por la ventana del salón detrás de la cortina. A continuación volvió al dormitorio y puso todo en su sitio.
No tenía hambre. Ella no comió mucho tampoco. Se miraron tímidamente y sonrieron. Ella se levantó de la mesa y comprobó que la llave estaba en la estantería y a continuación se llevó los platos rápidamente. Él se puso de pie en el pasillo de la cocina y fumó un cigarrillo y la miró recogiendo la llave.
—Ponte cómodo mientras voy a su casa —dijo ella. Lee el periódico o haz algo—. Cerró los dedos sobre la llave. Parecía ―dijo ella― algo cansado.
Trató de concentrarse en las noticias. Leyó el periódico y encendió la televisión. Finalmente, fue al otro lado del vestíbulo. La puerta estaba cerrada.
—Soy yo. ¿Estás todavía ahí, cariño? —llamó él.
Después de un rato la cerradura se abrió y Arlene salió y cerró la puerta.
—¿Estuve mucho tiempo aquí? —dijo ella.
—Bueno, sí estuviste —dijo él.
—¿De verdad? —dijo ella—. Supongo que he debido estar jugando con Kitty.
La estudió, y ella desvió la mirada, su mano estaba apoyada en el pomo de la puerta.
—Es divertido —dijo ella—. Sabes, ir a la casa de alguien más así—.  Asintió con la cabeza, tomó su mano del pomo y la guió a su propia puerta. Abrió la puerta de su apartamento.
—Es divertido —dijo él.
Notó hilachas blancas pegadas a la espalda del suéter y el color subido de sus mejillas. Comenzó a besarla en el cuello y el cabello y ella se dio la vuelta y le besó también.
—¡Jolines! —dijo ella—. Jooliines —cantó ella con voz de niña pequeña aplaudiendo con las manos—. Me acabo de acordar de que me olvidé real y verdaderamente de lo que había ido a hacer allí. No di de comer a Kitty ni regué las plantas. Le miró, ¿no es eso tonto?
―No lo creo —dijo él—. Espera un momento. Recogeré mis cigarrillos e iré contigo.
Ella esperó hasta que él cerrara con llave su puerta, y entonces se cogió de su brazo, más arriba del codo, y dijo:
—Me imagino que te lo debería decir. Encontré unas fotografías.
Él se paró en medio del vestíbulo.
—¿Qué clase de fotografías?
—Ya las verás tú mismo —dijo ella y le miró con atención.
—No estarás bromeando —sonrió él—. ¿Dónde?
—En un cajón —dijo ella.
—No bromeas —dijo él.
Y entonces ella dijo:
—Tal vez no regresarán —e inmediatamente se sorprendió de sus palabras.
—Es posible —dijo él—. Todo es posible.
—O tal vez regresarán y… —pero no terminó.
Se cogieron de la mano durante el corto camino por el vestíbulo, y cuando él habló casi no se podía oír su voz.
—La llave —dijo él—. Dámela.
—¿Qué? —dijo ella—. Miró fijamente a la puerta.
—La llave —dijo él—. Tú tienes la llave.
—¡Dios mío! —dijo ella—. Dejé la llave dentro.
—Él probó el pomo. Estaba cerrado con llave. A continuación intentó mover el pomo. No se movía. Sus labios estaban abiertos, y su respiración era dificultosa. Él abrió sus brazos y ella se le echó en ellos.
—No te preocupes —le dijo Bill al oído—. Por Dios, no te preocupes.
Se quedaron allí, quietos. Abrazados. Se apoyaron contra la puerta, como en contra de un viento, el 

Raymond Carver
Título: De qué hablamos cuando hablamos de amor. Editorial Anagrama


Propuesta de escritura

En estos tiempos de coronavirus mucha gente ha conocido, a través de los balcones, a vecinos con los nunca había mantenido trato alguno.
Escribe un texto -relacionado o no con la pandemia y el confinamiento- en el que los vecinos sean los protagonistas.

Aquí están los trabajos recibidos:


Obsesión lenticular

En la noche del veinticuatro de abril de dos mil diecinueve, Simón Arkadievich, que se aprestaba a contemplar una lluvia de estrellas desde la terraza del ático donde vivía, situado en el número trece de la calle Gagarin, le pegó un codazo sin querer a su telescopio escolar, poco más potente en realidad que unos buenos prismáticos, y al asomar su ojo a la lente la vio por primera vez. En aquel momento la indiscreción se limitó a verla subirse la cremallera de un ceñidísimo vestido color ciruela. Y a medida que la cremallera subía, su contorno se iba mostrando preñado de curvas de vértigo. De inmediato desapareció para volver a aparecer en el salón, contiguo al dormitorio en que se había vestido, donde cogió una chaqueta y un bolso que colgaban del respaldo de una silla. Luego, se miró a un espejo y se contoneó de una forma que a Simón Arkadievich le pareció llena gracia y elegancia. Instantes después desapareció, cruzando una puerta de la que nuestro observador sólo podía ver su parte inferior, pero para entonces ya se había prendado de ella.

Pasado un mes, de tanto como la había espiado, usando siempre su telescopio escolar, se conocía de memoria su ropa interior, sus vestidos, sus zapatos y sus bolsos. También se sabía sus horarios de entrada y de salida. Y por supuesto se sabía al dedillo todas sus curvas. Sin embargo, le picaba la curiosidad por conocer otras cosas de ella que la agudeza de la lente de su telescopio no era capaz de delatar. Y como Simón Arkadievich era pobre y no tenía dinero para comprarse otro telescopio más potente, le devoraba la frustración. Pero un día descubrió que en la calle Soyuz se alquilaba un piso desde el que a buen seguro podría observar a la dama de sus sueños con mucho más detalle, ya que estaba dos manzanas más cerca de donde ella vivía. Y como el precio del alquiler era incluso algo más barato que el que pagaba por el ático de la calle Gagarin, allá que se fue. Y el gozo que experimentó conociendo los títulos de las revistas y de los libros que leía, los detalles de los adornos de su casa, los programas de la televisión que veía, que se reflejaban en el espejo del salón, y hasta las comidas que se hacía, le proporcionaron una suerte de felicidad que sólo se amustió cuando se dio cuenta de que su cuerpo le pedía más.

Al cabo de otro mes, Simón Arkadievich se mudó de la calle Soyuz a la calle Laika, desde donde podía contemplar el único objeto de sus pensamientos a tan sólo doscientos metros de distancia. El alquiler era más caro, pero ahora le daba igual reducir a dos el número de sus comidas. A cambio podía observarla con su telescopio escolar tan de cerca que podía hasta darse perfecta cuenta de si se le había corrido el rímel o si se le estaba quitando el esmalte de las uñas. Sin embargo, conociendo como conocía todos sus secretos, qué poco se le hacía en comparación con lo único que ya anhelaba: conocerla en persona.

La mañana del uno de septiembre de dos mil diecinueve Simón Arkadievich se enteró de que se alquilaba el piso contiguo al de su único y verdadero amor, y sin pensárselo dos veces, corrió a la agencia inmobiliaria a firmar el contrato. Aquello suponía reducir a una el número de sus comidas diarias, tan caro era el arriendo. Pero nada le importaba y a mediodía ya se había mudado. A las siete de la tarde, se vistió con sus pobres mejores ropas, se armó de valor y salió a llamar a la puerta de su nueva vecina a pedirle un poco de sal para un bizcocho que iba a hacer. Cuando le abrió la puerta sintió mil mariposas revoloteando a su alrededor, pareciéndole más bella que nunca. Por supuesto, ella fue a la cocina y volvió toda risueña con la sal.

—Muchas gracias, señorita —le titilaban aquellos ojos que tantas veces la habían devorado—. Me llamo Simón, y creo que vamos a ser vecinos. Buenos vecinos, espero…

—Me temo que no —le hizo ella un mohín casi displicente—. Acabo de alquilar un ático en la calle Gagarin y me mudo mañana. Es en el número trece, pero no soy supersticiosa —y ahora se rió, deliciosa.

Corrió entonces Simón Arkadievich, completamente enloquecido, a colocar su telescopio escolar en la ventana de su dormitorio, con la esperanza de que, a la inversa de como lo hiciera una vez, pudiera seguir observándola. Pero no era así: a la inversa sólo se veía la barandilla de la terraza del ático. Se subió entonces a una silla y cogió el telescopio a pulso. Se veía algo más. Abrió la ventana y se arrodilló en el alféizar. Estiró bien el cuello. Ahora parecía que se podría quizás…

Nadie sobrevive a una caída desde un undécimo piso. Y Simón Arkadievich no fue una excepción.

Óscar Martín 
Grupo A


Quinto C

Esperaba ilusionado a las ocho de la tarde para salir al balcón, a los aplausos. Sobre todo desde que había descubierto que la vecina del 5º C, del edifico de enfrente, le sonreía y le saludaba mientras aplaudían.
Seis días le costó la espera hasta que alguien de los del edificio de enfrente salió del portal. Se coló para mirar en la plaquita del buzón el nombre de la inquilina del 5º C. Maribel Torrelodosa Martínez. Lo repitió mentalmente varias veces, encontrando en cada ocasión un placer prohibido hasta memorizarlo.
De nuevo, a las ocho, los aplausos y aquella sonrisa, aquel saludo. Ahora sabía su nombre completo y se sentía eufórico como si del descubrimiento de un secreto arcano se tratase. Él le correspondía con otro saludo y con una interminable sonrisa, tras los aplausos, hasta que ella desaparecía hacia el interior de su vivienda.
Un mes después se armó de valor y a las ocho y cinco, cuando ella ya se metía hacia su casa, la llamó por su nombre. Ella se quedó inmóvil unos segundos antes de girarse de nuevo hacia él. Aprovechó para sonreírle una vez más y la invitó a tomar algo, juntos, cuando la fase lo permitiese. Ella aceptó entre agradecida y confundida.
Al día siguiente, Maribel, no apareció en el balcón del 5º C. Ni al siguiente, ni al otro. Ya no había saludo, ya no había sonrisa. A la semana, él tampoco salió a aplaudir. Decidió hacerlo desde la ventana del baño, que daba al interior de la manzana. Su ilusión se había esfumado.
Maribel seguía aplaudiendo desde la ventana de la cocina del 5º C, que daba a la parte trasera del edificio, saludando y sonriendo a los nuevos vecinos descubiertos desde ese nuevo ángulo.

Jaume Castejón 
Grupo B


Gonza


Le supongo como un poliedro sin determinar, pero a mí me muestra la cara más hostil. No empastamos bien, eso es así. Gonza es como mi patio, particular. La cuestión es que él vive justamente arriba, pero lejos de incitarme a la lascivia, la única tentación que me provoca es la del exterminio. Lo digo sin acritud. Ya podía haberme tocado en suerte, una Marilyn, civilizada y hermosa o en su defecto un Ñu. Seguramente éste sería más civilizado en mitad de la Sabana que él. A raíz de la última bronca, y aprovechando la visita inesperada de un par de despistadas cucarachas, he colocado trampas en las esquinas de su rellano, a ver si se da por aludido. A saber. En este punto, debería poner un emoticono de esos con los ojos vueltos del WhatsApp, a modo de… ¡Señor, qué Cruz! Mi parte espiritual ha sucumbido al demonio mundano que todos cargamos dentro, y escribirlo, mi exorcismo. Durante todo este tiempo de reflexión, llevo dándole vueltas y vueltas a su comportamiento, llegando a la conclusión de que el confinamiento le ha “confitado” definitivamente su cerebro reduciéndose en su propio jugo. De un día para otro, ha cambiado las cuerdas del tendedero por alambres. Quizá haya cambiado la gestoría para trabajar de funambulista en un circo. Bueno, por eso y por su forma de colgar la ropa, sobre todo los gayumbos, que a duras penas se sostienen con esas astillas con forma de pinzas que están a punto de fenecer. Colecciono las que caen encima de mis macetas, y cuando reúno unas cuantas, se las meto en una bolsa, dejándoselas antes de entrar en Territorio Comanche, no vaya a ser que, dada la tensión que se respira, me caiga una denuncia por apropiamiento indebido-Emoticono ojos vueltos- .
Reconozco que estoy un poco obsesionada. Me he inventado un amigo policía llamado Ramón, y en el silencio, cuando sé que Gonza está en plena siesta, simulo una conversación a lo Gila en tono más bien fuerte, para meterle el miedo en el cuerpo:
- ¿Qué pasa Ramón?¿ Cómo estáis?…Yoo , ya sabes , aguantando, …No no, de momento no voy a denunciar, pero si os queréis dar una vueltecita por aquí…Sí sí, el sábado que suele haber jarana…
El miedo no sé, porque es de los que se envalentona a lo Rambo cuando se siente amenazado, pero que se ha enterado, doy fe. Y no digo más….CONTINUARÁ

Carmen Pedrero
Grupo A


Vecinos y amigos

El agente sorteó los niños que jugaban en el rellano y accedió a la vivienda, la puerta estaba abierta, el pasillo llevaba al salón, sobre el sofá dos mujeres se abrazaban, una lloraba, la otra trataba de consolarla.

—Buenos días —dijo el agente golpeando la puerta con sus nudillos— ¿han llamado a la comisaría?
—Sí, sí —dijo entre lágrimas— he sido yo. He llamado para denunciar una desaparición.
—¿Cual es su nombre, por favor?
—Me llamo Maruja —los gritos de los niños llegaban hasta el salón— ¿podéis dejar de dar voces? No podemos ni hablar.
—¿Son todos hijos suyos?
—No solo tres, los otros dos son hijos de mi vecina Pepi —. La mujer que consolaba se levantó y estrechó la mano del agente.
—Pues se parecen mucho, como si fueran hermanos. Dígame, ¿quién ha desaparecido?

La mujer volvió a gimotear, le explicó que desde el día anterior por la mañana su marido no había vuelto a dar señales de vida, no había venido a comer, ni a cenar, ni a dormir. Era la primera vez que eso ocurría, entre sollozo y sollozo le contaba las veces que lo había llamado, no contestó ninguna llamada el llanto la impedía seguir hablando, fue su vecina Pepi la que continuó con el relato.

—Yo, aparte de vecina, soy su amiga, bueno la familia entera, somos vecinos y amigos, lo hacemos todo juntos, nos conocemos desde hace más de veinte años, cuando compramos nuestra casa, esa de ahí, vivimos puerta con puerta. Los miércoles tenemos noche de parchís, los viernes peli y palomitas, sábados barbacoa y los domingos todos al campo, ya ve, somos como una familia.
—Ya, ya, ¿sabe si tenían algún problema?
—Hombre, me imagino que como todas las parejas, pero yo me paso todo el día fuera, por mi trabajo, mi marido es el que se encarga de las tareas del hogar y el que está todo el día en casa, pero no me ha comentado nada, si hubiera pasado algo me lo habría contado.
—Entonces —se acercó hasta Maruja— su marido se fue ayer al trabajo por la mañana, y …
—Bueno al trabajo no —dijo Maruja secándose las lágrimas— fue al médico, tenía que hacerse unas pruebas.
—No sabía nada, ¿qué le ocurre? —saltó Pepi extrañada— ¿el colesterol? tanta carne, tanto vino, como si lo viera, mira que se lo decimos veces, pero él como el que oye llover.
—No, no es el colesterol, es que me da un poco de vergüenza —el agente y Pepi la miraban fijamente esperando la revelación—, bueno hemos decidido, cerrar el grifo, ¿cómo se dice? ¿bastaestoesmia?, cortarse la coleta, eso.
—¡Va-sec-to-mí-a! , Maruja, se dice vasectomía, ¡no me habías contado nada!
—¿Cuántas veces lo llamó por teléfono? —el agente cortó la conversación— ¿Puede dejarme su teléfono para ver la hora de las llamadas? —Maruja le tendió el teléfono, agachó su rostro tratando de ocultar su sonrojo.

El agente comenzó a trastear en el teléfono y a tomar nota de los datos de las llamadas realizadas, en ese momento el aparato vibró, acababa de entrar un mensaje de whatsapp, «Whatsapp Vicente 12:10».

—¿Su marido se llama Vicente?
—¿Cómo lo sabe? —frunció las cejas.
—Acaba de entrar un mensaje de whatsapp —la dijo dándola el móvil.

Se quedó blanca, movía la boca y no emitía ningún sonido, su amiga Pepi le arrancó el teléfono de las manos y leyó en voz alta: «No me busques, para ti como si estuviera muerto. Y ten un poco de dignidad y cuéntaselo a tu amiga Pepi, hasta nunca zorra»

El agente cerró la libreta y la guardó en el bolsillo de su pantalón, Maruja se desvaneció sobre el sofá y Pepi la interrogaba a voces.

—Adiós chicos, que os divirtáis —los críos miraban fijamente el uniforme del agente.

Tomás García Merino
Grupo B


Desde mi batiscafo

La tormenta de esta noche ha amainado pronto, gracias a los dioses. Las sábanas me pesan como una losa, llegar al pasillo y acercarme a la puerta es como atravesar el Cabo de Hornos. Pego mi cara al periscopio, todo es oscuridad, oigo unos pasos, un clic ilumina el horizonte, los pasos se oyen cada vez más cerca, es el del primero B, seguro, esa forma de pisar es inconfundible, siempre sale con prisas, pasa como una exhalación delante de mi puerta, apenas puedo distinguir su cara con mi periscopio. Miro mi reloj, faltan dos minutos, este es puntual, tiene una vida muy ordenada. Suena la cerradura, una, dos vueltas a la llave y la puerta se abre ante mí, es como descubrir una isla perdida, sus habitantes salen al rellano, mi vecino del bajo A, con sus dos hijos, bien peinados, guapísimos los dos, con sus mochilas a la espalda. Mientras su padre les abrocha los abrigos yo observo a través de la puerta ese paraíso que se abre ante mí, vida más allá de mi casa, un pasillo con fotos en las paredes, fotos de ese mundo que no conoceré, una playa donde juegan los niños, una verde montaña que rodea un hermoso lago, es lo más cerca que estaré del mundo real. Un aparador con una bandeja de nácar con sobres cerrados y unas llaves, llaves que abren puertas, al fondo un salón con una mesa baja, una lámpara, veo un trozo del sofá, un sofá donde las personas se sentarán unas cercas de otras, tiemblo solo de pensarlo, la puerta se cierra. Desfilan delante de mi puerta, despacio, les veo las caras alegres, son una buena familia. Esto es lo más cerca que estaré del exterior, mi psiquiatra dice que lo conseguiré, pero solo pensar poner la mano sobre el pomo de la puerta me hace temblar, si consiguiera soltar lastre saldría a la superficie, no creo que esto ocurra jamás. Miro el reloj, pronto bajará la del tercero C, es enfermera y esta semana tiene turno de mañana, a esta la conozco bien, es muy coqueta y se detiene frente al espejo del portal a darse los últimos retoques, siempre se despide del espejo con una leve sonrisa, ¡que maja! Hasta la noche mi contacto con la vida real ha terminado. Soy un naufrago en mi propia isla, mi casa, en medio del océano, sin posibilidad de libertad, nadie viene a rescatarme. Enciendo el iMac, a través de la portilla accedo a mi vida virtual, dos notificaciones aparecen en el escritorio: “consulta con la psiquiatra, 9:30” “llamar al editor 9:30”, decido llamar primero al psiquiatra, espero me de fuerzas para aguantar luego al editor, llevo dos meses de retraso en la entrega. “Algún día terminaré la novela, algún día abriré la puerta y pondré un pie en el mundo, abandonaré mi isla, dejaré atrás todas las sombras, todos los miedos, todas las tormentas, seré libre, seré dueño de mi destino”, cierro el cuaderno de bitácora, otro día más de singladura, seguiré navegando.

Tomás García Merino 
Grupo B


Mi nuevo vecino

Pasaba ese olor de colonia masculina que tanto me volvía loca.
Subía en el ascensor y embriagaba todo el bloque.
Iba a coger el correo de mi buzón y llenaba su mirada de amor.
Y yo no podía evitar mirarle.
A esos ojos azules que inundaban mi resistencia femenina de querer besarlo continuamente.
-¿Te ayudo a subir algo?
A ver que hago, esperar a comérmelo. Pasadas las doce de la noche, puse un capítulo de la serie que estaba viendo y llamaron a la puerta. No lo dudé
-Hacía un rato no te oía y pensé que te había pasado algo y subí si estaba todo bien.
-No- le contesté- no importa. ¿Quieres algo? Déjame ofrecerte una coca cola al menos
Desde ese momento, todo fue a mejor. Pero seguía sintiendo algo por él.

Iria Costa
Grupo B


Vecinos de antes

Todos parecen muy buenos,
Todos saludan temprano,
Algunos te dan la mano,
Hablamos del tiempo al menos,
Pero todos nos queremos.
A veces los necesito:
Azúcar en un vasito.
En la escalera o ascensor,
Cotilleando sin pudor.
Hasta luego vecinito.

Vecinos de ahora

Nos vemos en el balcón
A las ocho por las tardes.
Haciendo muchos alardes
Algunos con un pregón.
Todos aplauden con pasión
Gritamos agradecidos,
Estamos muy convencidos
Que lo importante es la salud.
Resistiremos el alud
Estando todos unidos.

José Luis Juan Fonseca
Grupo A


Para eso estamos los vecinos

Buenos, días, buenos días, qué tal, bien, bien, vaya calor, lo único que aquí pasa rápido, ya lo creo, sin darnos cuenta y estamos en Navidades, adiós, adiós.
La vecina del piso de arriba, una viejita de ochenta y tantos años, charlas de ascensor. Y una gotera en el techo de mi cocina, porque se le olvidó cerrar el grifo del fregadero, y menos mal que la asistenta llegó a tiempo de evitar que el agua provocara las cataratas del Niágara, que según la mancha que me ha quedado debió de ser algo parecido.
Yo no soy mucho de hablar con mis vecinos, vivo un poco de espaldas a mi comunidad, hasta lo de la gotera lo llevo por mi cuenta, con el Administrador y los Seguros. Me sabe mal, quizá debería ser más amistoso, ofrecerme para ayudarla en cualquier cosa, preguntarle qué tal está, simplemente.
Me hacía estas reflexiones cuando vino lo del Coronavirus, y la abuela se fue uno de aquellos días, en una camilla, rodeada de funcionarios que parecían personajes de “Encuentros en la Tercera Fase”, sea cual fuera -jamás lo supe- la Fase en la que nos encontrábamos.
Nunca volvió.
Algún tiempo después, cuando ya estábamos empezando a olvidar aquella pesadilla inmunizados por la vacuna, coincidí en el ascensor con una señora mayor, que resultó ser su hermana y había heredado el piso, de lo que me enteré, más tarde, por el portero, porque ese día llevaba mucha prisa y apenas hablé con la mujer. Está sola, me dijo el portero, viene de vez en cuando una nieta suya -así, guapa y gordita- a ocuparse de sus cosas. Parece que quiere llevarla a uno de esos Centros para la Tercera Juventud, que ahora no es como antes, funcionan de maravilla.
Me hago el propósito de pasarme por su piso, y ofrecerme para ayudarla en lo que pueda. Ayer casi me paré a hablar con ella en el portal, pero me llamaron en ese momento por el móvil, una llamada importante.
Hola, ¿qué tal?, ya sabe, soy su vecino de abajo, lo que necesite, por favor, no tiene más que decirme, ya te comento, le digo a su nieta, guapa y gordita -me pierden las gorditas guapas- mientras bajamos en el ascensor, en cuanto a la gotera no te preocupes, es el cuento de nunca acabar, pero ya lo he solucionado con el Administrador, lo único que a ver si quedamos un día a tomar un café y firmamos los papeles, puro trámite, yo me encargo de todo, y dile a tu abuela que aquí me tiene para lo que haga falta, pero también te digo, sinceramente, donde mejor va a estar es en uno de esos nuevos Resorts para Seniors, si ahora son como hoteles de cinco estrellas, si quieres te doy mi teléfono, para que estemos en contacto, cualquier cosa que necesites, para eso estamos los vecinos.

Ignacio Aparicio Pérez-Lucas
Grupo A


Mi barrio

Hace unos años reformé bastante mi casa. Cambié tuberías, suelos, ventanas, pinté. No parece la misma. Decidí que no quería cambiar de casa ni de barrio.
Después de esta experiencia de confinamiento, me reafirmo en las dos cosas. Diría que mi casa ha sido mi barrio.
He sentido apoyo verdadero, concreto y sincero.
Una de las dependientas de la farmacia a la que voy normalmente me preguntó si necesitaba algo cuando estaba en la calle con mi perro. Se lo agradecí y le dije que había cogido todo lo que necesitaba de la farmacia, pero me dijo que no tenía por qué ser solo de allí, que si necesitaba cualquier otra compra, ella estaba trabajando y sabía dónde podría encontrarla.
Me llamaron del herbolario al que voy para decirme que hacían reparto a domicilio, que podía pedir cosas tanto de allí como de otro establecimiento.
Uno de los empleados del supermercado me dijo un día al traerme la compra que si algún día necesitaba cosas sueltas, un pedido pequeño, él me lo traería, aunque tuviera que hacerlo después de salir de trabajar.
En la frutería y la carnicería también me traen lo que necesite, da igual que sea mucho o poco.
No puedo olvidarme de Silvia y de Laura,, nos hemos conocido aplaudiendo y me ofrecieron su ayuda sincera desde el primer día. Hemos cantado y hemos aplaudido juntas, nos hemos emocionado y tenemos pendientes unas cañitas en una terraza.
El barrio ha llegado estos días donde no han podido llegar la familia y los amigos. Han traspasado las pantallas que me han separado de ellos y me han hecho sentir acompañada y protegida.
¡Yo no me muevo de aquí!

Teresa Sanz
Grupo B



El mantón de manila

“A Jaume”
Yo nunca había hecho de mi balcón estudio,
ni conocía al vecino de al lado,
pero al salir las tardes del Corona
veía a Maria Gracia;
su butaca de mimbre, sus rosales,
con un libro en las manos
y un mantón de Manila abrazando sus hombros.
Se lo alabé, pues la seda me pierde,
un día le pedí que me enseñara
aquel diseño a medias misterioso,
y con sus brazos débiles
me extendió el microcosmos de belleza.
Un fondo verde menta muy sutil,
destacaba una rosa tan granate
como un amor antiguo muy profundo,
derivando hacia cien matices rosa
pétalos exteriores fugándose hacia el blanco,
en halo color luna;
irradiaban de ella mil tallos con sus hojas
en un intenso verde sobre verde
hacia ignoto lugar.
Aquellas tardes me mostraba
tal cuadro de hermosura,
como don de amistad, yo le contaba historias,
como fondo la Ruta de la Seda
y respondía hablando
de aquel marido amante que regaló el tesoro.
Ahora cuando miro
la butaca vacía y las rosas resecas,
pienso en aquel mantón
que nos salvó unas tardes de tristeza.

Emilia González
Grupo B


Vecinos

Agradezco llegar a este final de etapa, y no tener que arrepentirme de ningún enganche desafortunado con mis vecinos, los que van de por libre. "Para ellos las normas no existen". Bueno las suyas SI.
No han sabido lo que son las mascarillas, y si lo han sabido les ha dado igual. No las utilizan, y todas las tardes después del aplauso se han reunido en el banco que hay delante del portal, y es su lugar de tertulia, perfecto, hay que socializar, pero por favor hacerlo siguiendo las normas!. NO.
Ya digo que eso no va con ellos. Estos días oigo :"que está pandemia, nos va a cambiar." Yo, no lo creo.
Ojalá fuera cierto, no me importaría nada estar confundida en este sentido.
Hay personas, que son diferentes y les cuesta integrarse en una comunidad, los que vivimos cerca de ellos lo sabemos y padecemos. Y este es otro tipo de virus para el que tampoco hay vacuna. Sólo es cuestión de educación, respeto y saber convivir. Algo que no entra en algunos esquemas. "Menos mal que soñar es gratis."

Pepa Agustín
Grupo B


Hormigas

Una a una vinieron las hormigas. Primero recelosas, vigilantes, en fila india. La encargada de explorar nuevos territorios guiaba a su comuna hacia una mínima rendija de la ventana, que había quedado abierta. La hormiga guía ya las había llevado a ese lugar. Pero lamentablemente habían tenido muchas bajas, porque la familia Millán había reaccionado muy agresivamente ante su presencia, utilizando armas letales. Esta vez había notado que las sombras de su gigantesca presencia no se habían asomado a ver la primavera. El terreno vecino baldío, donde las hormigas tenían su nido principal, estaba repleto de diminutas margaritas y amapolas incandescentes, que la familia siempre fotografiaba. Los Millán se habían ido al pueblo.

Pasaron tres meses, o cuatro, y una línea interminable de hormigas seguía entrando en el piso de los Millán. Habían desplegado tal nivel de organización, que su trabajo de depredación, construcción de nuevos nidos, centros de recreación y de almacenaje, estaba clasificado por áreas. En las noches se hacía una fila de salida con las trabajadoras que llevaban parte de las reservas hacia el nido originario. Otras se quedaban disfrutando del dominio conquistado, comiendo y ordenándolo todo obsesivamente; y unas cuantas dejaban con placer su esperma en los huevos de las nuevas hormigas reinas que habían crecido a la par de sus súbditos. Ellas parían y esparcían sus productos por doquier. Las obreras se encargan de alimentar sus larvas.

En los cuartos los formícidos habían ocupado la silueta y el interior del rastro que habían dejado los niños en sus camas. A lo lejos, reunidos por el olor vivo y dulce de la piel impregnada en los edredones, parecían la sombra desprendida de esos cuerpos, que se empeñaba en quedarse en casa. Mientras recorrían el espacio mordisqueaban la tela del cobertor, y se cargaban una parte a sus espaldas para el armazón de los nidos.

En la cocina estaban las más fuertes y devoradoras de su especie. Se les requería destruir materiales duros para poder introducirse a almacenes herméticos de comida, especias, y elementos desgranados, así como en recónditos espacios de climas helados que ponían en riesgo su integridad física.

El grupo que se fue a la biblioteca familiar había erigido el nido más grande. Arrancaron letra por letra, punto por punto, las comas, hasta la diéresis de las “u”, e incluso los signos de puntuación de cada página de cada libro. Pero tuvieron la delicadeza y la inteligencia para rasgar letras grandes que no engulleron, sino que dejaron intactas para hacer un aviso, ante la posible llegada de los Millán. Lo colgaron en la pared del recinto de la entrada. Decía así:

SoMos suS veCInAs HeMos OcuPAdo eL piso en VisTa de Su abanDono

Carmen Elena Ochoa
Grupo A


Mis vecinos los pájaros

La visión desde mi terraza sería la misma de siempre si no fuera por lo invisible, ese tema omnipresente en estos días. El enemigo al alcance de la mano o nosotros a su alcance, esperándonos escondido en las infinitas superficies y flotando fugazmente en el aire ahora más limpio, algo que tampoco es visible, aunque me parece notar que la ciudad se divisa más resplandeciente.
Durante el aislamiento, disfruto del silencio ante la ausencia de coches, tren y viandantes, aprovechando la oportunidad de ver, escuchar algo diferente y a la vez escucharme.
Me atrae una luz suave que comienza a levantarse sobre el mundo que aviva y la belleza de las melodías que se elevan a través de los pájaros hacia los rayos del sol, a la vez me asalta un recuerdo de la infancia, algo que me enseñó mi madre sobre los gorriones, que no les gusta caminar si no saltos, y cuando quieren desaparecer sacan su salas de la nada como por arte de magia.
Además de gorriones, estos días me acompañan como únicos vecinos palomas, jilgueros, estorninos, vencejos, canarios, urracas, golondrinas e incluso transitando por el cielo algunas cigüeñas transportando ramas hacia su nido de la catedral ,a la hora de los aplausos, todos ellos con sus aleteos rítmicos y sus enigmáticos cantos parecían unirse a la causa .
El más cercano ha sido un agapornis papillero con su brillante plumaje naranja y verde, que después de permanecer acomodado en las antenas de televisión, un día se posó en la barandilla y no dudo en acercarse a picotear unas migas de pan en mi mano, mi sospecha de que se hubiese escapado de la jaula de algún vecino se confirmó al ver un anuncio en el portal, en el que se ofrecía una recompensa por él porque su pareja y cinco polluelos le estaban esperando. Al final una jaula abierta con comida, el sonido de su melodía en un móvil y mucha paciencia, obraron el milagro de su captura y regresó con los suyos.
Cada día muy temprano observo el vuelo de todos ellos sin ser capaz de saber exactamente hacia donde se dirigen, y aunque en una ocasión me contaron que según el movimiento se podía predecir si después vendría la lluvia, dudo si es muy científica la teoría y la verdad tampoco me preocupa. En ese momento disfruto de ese vuelo libre e instintivo de todos y a la vez del cálido resplandor de un nuevo día, siento un atisbo de esperanza y contemplo cuánto tiempo ha pasado, desde que empecé a sentirme libre como esos pájaros con su alegre canción.

Áfrika Gómez
Grupo A


La metamorfosis

Cuando nos encontrábamos en la escalera envarabas la espalda, girabas levemente la cabeza y alzabas un punto la barbilla para mirarme a los ojos en un escorzo lleno de displicencia y altanería. Te dirigías a mí como nadie lo hace, empleando mi nombre de pila y remarcando cada una de las sílabas, era una manera muy tuya de marcar distancias, de hacerme perceptible la diferencia social que tu alzabas entre los dos.

Pero estos meses de confinamiento lo han cambiado todo. Comenzaste a llamarme por teléfono con los motivos más baladíes: El funcionamiento del ascensor, la limpieza de la escalera… Tu tono había cambiado, aunque seguía siendo quejoso contra la obstinación de los demás en complicarnos la vida, yo sentía que me excluías de esa confabulación y percibía en tus lamentaciones un grito ahogado por la culpa. Notaba que te dolías por no protegerme suficientemente, por no haber sabido luchar a brazo partido y derrotar la incuria y la torpeza que siempre nos acechan.

Solo nos hemos visto una vez en la cuarentena. Fue en el supermercado y se interponía entre nosotros una selva de lechugas, acelgas y puerros. Tenías un aire nuevo, tan romántico, con tu gorra de conspirador bolchevique o, tal vez de capitán vencido y decrépito, comandante de un barco varado en algún puerto neblinoso y olvidado. Te dirigiste a mí, otra vez con mi nombre completo, pero oí ecos de ternura y de sincera alegría y sentí una renuencia a la precipitación, como si estuvieras saboreando todas y cada una de las sílabas. Repetiste tu postura orgullosa, aunque me pareció producto del azoramiento que mi presencia te provocaba. Incluso tu mirada, esquiva y desviada, como siempre, tenía un matiz de desvalimiento, quizás te girabas para ofrecerme tu oído más fino, no querías perder la más insignificante de mis palabras. Fue una conversación breve, cortada con los patrones de la cortesía más convencional, sin embargo, percibí un sustrato de emoción contenida, de paciente expectativa.

Ahora vuelvo a escuchar tus pasos leves en mi cabeza y el ronroneo lejano de tu equipo de música. Suena muy suave, no obstante, he podido reconocer, premonitoria, la melodía de: I just called to say I love you de Stevie Wonder

¡Ay! Demetrio. Me sonaba tu nombre anticuado y pueblerino y si ahora ha adquirido resonancias de decrépita nobleza moscovita, ¿será porque acaso me estoy enamorando?

Pepe Lorenzo 
Grupo B


Al otro lado de mi pared

Subí el volumen del televisor, ¡ no me podía estar pasando a mí! . Ayer, cuando después de dos largos meses me reencontré con la calle; la vi, estaba radiante con su vestido rojo. 

Los gritos son cada vez más penetrantes; mis manos, protegen mis oídos; los paseos agitados por mi pasillo buscando una solución; mi corazón, late tan excitado, que va a salir disparado por mi boca en un diminuto espacio de tiempo, mi vista, se nubla hasta perder el concepto de espacio; ¡no sé qué hacer!, ¡donde ir! , ¡a quien llamar! . Siempre tomando decisiones tan importante y es este instante paralizada; sin percatarme, el silencio hace su aparición; de fondo el sonido del aparato que relata un sinfín de noticias incompresibles para mí. La tranquilidad invade mi ser, mis órganos, empiezan a retomar su ritmo normal, ¡y ahora que! comienza mi momento de templanza, de reflexión; sosegada después de esa dura tormenta; ¡un inusitado golpe! , ¡Un grito desgarrador! arruina mi tranquilidad.

Josefina Félix 
Grupo A


Hay que ser previsor para lo que venga

El estar confinado tanto tiempo, hace que el “coco” empiece a dar muchas vueltas, sacar conclusiones para la próxima vez que nos ocurra, y esperar a que Dios nos coja confesados.
Me acordé de Dios y del convento de mi pueblo, de sus dulces, de sus huevos de gallinas en cautividad nunca mejor dicho, y de como se relacionan las monjas con el resto de los mortales.
Aquí aparece “el torno”, y es que estos meses pasados el vecino se ofreció a traerme la compra, le pasaba la nota por whatsApp, me dejaba las bolsas en la puerta y le hacía el ingreso del importe por internet a su número de cuenta; cuando llegaba algún paquete, hablaba con el interlocutor con la puerta cerrada, me pedían el número del DNI y me lo dejaban en la puerta; cuando una vecina hacia un bollo maimón o un bizcocho, nos llamaba y nos dejaba colgada la bolsa del pomo de la puerta, y así muchos más casos; y claro yo me acordé de las monjas de mi pueblo, las cuales llevan encerradas mas de cien años y nunca han tenido problemas, todo lo solucionan con el dichoso torno, por lo que estoy pensando proponerlo en la próxima reunión de comunidad, para que el vecino que lo deseé, instale un “torno” en su vivienda, y así estamos protegidos como las monjas de mi pueblo.

Luis Iglesias
Grupo B


Confinamiento

Sobre las siete y media de la tarde comienza el reloj a ralentizar su marcha. O a mí me lo parece, que para los efectos viene a ser lo mismo. Treinta minutos que se estiran como chicle, Aunque, bueno, veintiocho nada más, porque la verdad es que a las ocho menos dos minutos ya la gente sale a los balcones con el aplauso preparado. Así es hoy también. Salimos.

Ya, ya sé, ahora en el balcón de enfrente ha de aparecer una mujer de un palmito espléndido, cabellos de oro, sonriente, que mira como de reojo en dirección a donde yo me encuentro y que en el colmo del atrevimiento a las ocho en punto dirige el abrir y cerrar de las palmas de sus manos hacia mí en gesto inequívoco. Esto es lo que debería de ocurrir… y eso es lo que ocurre. Marigel, hoy con su vestido color salmón que la ofrece tan deseable.

Marigel, espléndida, cabellos de oro y todo lo demás. Nada tiene de particular que me haga partícipe de su gozo. Los primeros tiempos de cada relación son los de mayor felicidad y yo he sido quien ha hecho posible que los disfrute junto a Ricardo, en este momento a su lado y también aplaudiendo, aunque él sin mala uva, pienso. El vestido color salmón de Marigel ciñe un tesoro que bien conozco yo, pero siempre he sido perezoso para las descripciones. Lo que hay a sus espaldas, también me lo sé pues en esa casa hemos vivido ambos la felicidad que decía de los primeros tiempos, nuestros primeros tiempos. En los divorcios, ya se sabe, el piso por lo general queda para la mujer y el hombre es quien tiene que salir del hogar.

A mi lado, Toñi. Exactamente lo mismo en su caso, el marido fuera de casa y a rey muerto rey puesto; servidor es el rey puesto. Toñi se acicala todos los días con esmero para el momento y no quiero fijarme en ella mientras el aplauso por temor a verla de ojos brillantes, mirando justo al balcón a donde yo miro. Aunque si bien lo piensas, por qué no ha de hacerlo así, al fin y al cabo Ricardo no deja de ser su ex y tendrían sus tiempos de bonanza.

Cualquiera sabe quién haya salido ganando y quién perdencioso. Estas situaciones, no sé, lo mismo tienen marcha atrás a dúo. Dos dúos, me refiero.

Pascual Martín
Grupo B


El arrebatamiento de Dª Cristina

Doña Cristina, había sido Maestra Nacional, parecía sacada de un cuadro de la época victoriana, vestida siempre de negro sobrecuello blanco con camafeo de azabache y puños de ganchillo no siempre inmaculados, salía siempre de casa con guantes a juego y velo negro sobre la cabeza.
Rostro severo de boca pequeña, nariz aguileña y ojos no muy grandes de mirar directo, que quizás podrían haber participado en antiguas conversaciones de abanico.
Enjuta y de corta estatura, tenía el tono de voz característico de una vicetiple aquejada de flemas, que manejaba con enérgica vehemencia a la mínima contrariedad, lo que unido a su nula capacidad para la sonrisa, la hacían parecer algo antipática.
Hablaba a todo el mundo de usted, incluso a nosotros los niños y a pesar de su formal amabilidad, en la pandilla la percibíamos con sentimientos encontrados entre el asombro y el desasosiego.
En fin, tenía una mixtura de dama antigua y bruja de la Bella Durmiente que la hacían merecedora de ser tema de información y conversación, cuando en nuestras casas los mayores comentaban algún detalle de su vida.
Viuda, vivía completamente sola en el primer piso de un modesto edificio de dos plantas, con terraza y corral traseros, muy común en nuestra calle.
Fue Manoli, la que un día nos informó de que en su casa habían dicho que Dª Cristina tenía un hijo en América, lo que suscitó un intenso debate entre los que no creían que una mujer así pudiera tener hijos y los que pensaban que, de tenerlo, no viviría sola.
Un día que jugábamos a encaramarnos al olivo del pozo de la lechería, oímos los gritos de auxilio que daba Dª Cristina, salía humo desde la terraza trasera de su casa y rápidamente alertamos al lechero, quien a su vez lo hizo a los vecinos del bajo y de la casa contigua.
La cosa se solventó sin mayores contratiempos, pero amparados por el barullo, pudimos acceder y curiosear por toda la casa.
Pero la impresión más fuerte, fue verla en bata, despeinada y desprovista de su sempiterna imagen, parecía un perro sin amo.
A partir de ese día, se empezó a mostrar como una anciana, que hablaba sola por la calle a la que salía a veces en bata o tan solo con el camisón y a la que sus vecinas, con abnegado cuidado, intentaban convencer para que volviera a casa y a la que incluso algunos de nosotros ayudábamos a subir la compra.
Ya no daba miedo, solo prestábamos atención a sus acalorados soliloquios en mitad de la calle rebozándose en el por qué de su soledad y a medida que avanzaba el verano se iba pareciendo cada vez más a un quijote de corta de estatura.
Pero un día saltó el notición, la señora María, su vecina de abajo, comunicó que había recibido carta del hijo de D. Cristina y que vendría a hacerse cargo de ella.
La noticia nos causó una tremenda curiosidad acerca del hijo y un gran alivio al saber que al menos ya no estaría sola.
Por una conversación entre el señor Marciano y mi padre, que hablaban del descuido del hijo de Dª Cristina con cierto enfado, me enteré de que este, era cónsul en Méjico. aquello sonaba muy exótico y fui a comentárselo a la pandilla.
Un día al salir a la calle, vi aparcado un coche de los que solo se veían en el cine, pregunté a mi hermana y me dijo que el hijo de Dª Cristina, había venido a llevársela.
Después de una mañana de espera, vimos salir a una señora muy guapa que se sentó al volante del coche y detrás y apoyándose en el brazo de un hombre, de la edad de mi padre, apareció Dª Cristina ataviada con sus mejores galas que fue ayudada entre el hombre y las vecinas a entrar en la parte posterior del vehículo.
La señora María e incluso mi madre lloraban, mientras que Dª Cristina saludando desde el coche con ademán semejante a los príncipes extranjeros que veíamos en el NO-DO y exhibiendo una sonrisa rayana al éxtasis, partía de la que durante muchos años fue su calle.

Carlos Garcia Riesco
Grupo A


Vecinos animales

Somos todos nuevos en el pueblo, como en el edificio de al lado. Yo soy de los más "antiguos" y solo llevo ocho años. El mío es uno de esos pueblos a unos kilómetros de la capital, donde muchos jóvenes, y no tan jóvenes, hemos comprado nuestra nueva vivienda. En el caso de este no se trata de un pueblo con servicios y urbanizaciones. No hay ni siquiera bar, y lo único que tenemos es, afortunadamente, una farmacia, donde nos atienden mejor que en cualquier botica capitalina.
Al poco de llegar el barrio (más bien deberíamos llamarlo la zona, el pueblo completo no da para barrio, propiamente dicho) se ha llenado de niños. La mayoría de mis vecinos jóvenes son parejas, la mayoría casados, y han decidido repoblar una población despoblada. A mí, sinceramente, los niños no me habían gustado hasta hace no demasiado. Mis amigos ahora son padres, y eso genera cierta aproximación. En verano la población infantil se multiplica por cuatro, ya que vienen los realmente nacidos aquí, con sus hijos, que han ido creciendo, y ahora, como adolescentes, se han convertido en más molestos.
Tengo pocas cosas en común con los vecinos de la zona. Pero al menos, con muchos, comparto el amor por los animales. En mi edificio vivimos casi tantas personas como animales , si bien tal proporción se debe a que yo tengo tantos gatos como niños tienen los demás. A veces creo que me gustan más los perros de mis vecinos que sus hijos...
En mi calle viven Nala y Blue, a los que conozco desde cachorros, y otros dos cuyo nombre nunca recuerdo, y que son lo suficientemente grandes como para que el dueño los sujete, no vayan a acabar conmigo en el suelo. Otros chicos nuevos, tienen otro pero no recuerdo su nombre.
En el edificio de la esquina un matrimonio joven tiene tres sabuesos muy cariñosos, con mucha energía. No sé como Emilio puede sacarlos a todos a la vez. Soraya es un caso especial. Da de comer a los gatos de los alrededores. De esos gatos de pueblo, que no tienen dueño, y que, al no estar castrados aumentan su población con bastante descontrol. Ha ayudado a muchos. Rescató a Romy (el nombre se lo puse yo, sé de alguien que se reirá leyendo esto), a la que yo me llevé a la protectora de la que soy voluntaria), cuando estaba preñada. Esa gata había perdido los dos ojos. La vida en la calle es dura. De su camada de sobrevivieron tres. Ahora vive adoptada con uno de ellos, Leo. Recientemente, Soraya me trajo una gatita de un mes y medio. Sus hermanos se le habían muerto en casa, unas horas después de haberlos salvado de la calle, sin su madre. No pude ayudar a Ari, a pesar de su ingreso urgente en el veterinario. Murió, voló un alma pura, como son para mí todos ellos.
Hace dos semanas un final similar tuvo Nora. Me avisaron porque la había encontrado el amigo de un amigo, que, como no, le dio mi teléfono, con una patita rota. La llevé al veterinario. El fémur roto, algo que se hubiera podido solucionar. Pero una hemorragia interna no tenía remedio. Hubo que dormirla. Estaba sufriendo, y no podíamos hacer nada por ella. Por muchas veces que pasas por algo así no te insensibilizar. Le acaricié hasta el final, mientras le hacía efecto el sedante, y mientras le ponía la inyección letal Mónica, una de mis veterinarias.
No todo son finales amargos. Hace años rescaté a cuatro gatos del contenedor de al lado de casa, con su cordón umbilical, y menos de veinticuatro horas de existencia. Los había tirado mi octogenaria y bruja vecina Vicenta. Así me lo dijo ella. Tuve que volcar el cubo de basura y sacarlos como pude. No sabía qué hacer. Les di calor como pude. Se fueron con una compañeras de la protectora. Robín murió. De otros dos sé que salieron adelante, pero nada más . Bombón vive con mi amiga Minerva, y es un hermoso gato blanco de siete kilos.
No solo me he cruzado con gatos en mi camino. A cien metros de mi casa dejaron a Thor, un cachorrón de pastor alemán de un año, ya adoptado. Le faltaba un lazo con mi nombre. De Fer dieron el aviso en el Mesón de la carretera, la Guardia Civil no dio solución, y me lo llevé al refugio. Encontramos un hogar poco tiempo después. Soraya y yo dimos de comer durante semanas a una pareja de galguitos, hasta que otra protectora pudo venir a por ellos...
Supongo que me encontraré más casos así, es mi sino. Espero no cambiar nunca en ese sentido, y ayudar siempre a todos los animales que se crucen en mi camino, además de a los de la protectora. Tal vez mi misión no sea formar una familia, sino ayudar a estas almas puras a encontrar un hogar, o, al menos, poner a salvo en un lugar segura. Y, en los peores casos, ayudarles a llegar al final en paz.

Javi Martín
Grupo A

3 comentarios:

  1. Fantástico Óscar, que caprichoso es el destino, a veces. Me he reído mucho. Gracias

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  2. Muchas gracias Emilia, precioso. :-)*

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